Claridad, la novela

jueves, 14 de julio de 2016

8-IV


-Estás preciosa –dijeron levantándome el velo y besándome en la frente.

Enlacé mi brazo con el del padrino y bajamos las seis escaleras que nos separaban de la calle. Sofía ya estaba en el coche. Un coche adornado de flores blancas como las pequeñas rosas de mi ramo de novia.

Hacía sol. El día, inundado de felicidad reprimida, traía briznas de esperanzas que invisibles manos lanzaban sobre mí.

Juan esperaba junto a su madre y otras personas en la puerta de la iglesia de san Antonio. A la una en punto un amplio coche blanco, engalanado de cuento de hadas, se detuvo junto a la iglesia. Juan se adelantó a todos, abrió la puerta del coche y dándome su mano me ayudó a descender. Nunca le había visto tan guapo.

Una hermana de mamá se encargó de colocarme la cola del vestido y de subir, las cuatro escaleras del pórtico detrás de mí –por si un tacón se me doblaba, pero eso sólo lo sabíamos ella y yo-.
el día de mi boda

Ante el altar, y sin reconocer a ninguno de los invitados salvo a los padrinos, mi padre y su madre, a Juan y al sacerdote, dio comienzo una nueva vida para mí.

Al salir de la iglesia unos recién casados de corazones ígneos y almas henchidas de ilusiones, recibieron la alegre lluvia de arroz por la que tanto habían luchado.
Y después más alegría, abrazos, besos, lágrimas... y no mías. Un día exquisitamente ambiguo, donde al rozar la mano de mi marido... ¡mi marido!, mi ser estallaba en pálpitos de fortuna infinita.
A media tarde, después de una copiosa comida ausente de castañuelas, los invitados acudieron a nuestra casa. Y al ir a reunirnos con ellos mis pies se negaron a seguir andando con aquellos zapatitos de salón, y Juan no dudo en cruzarme el umbral de mi nuevo hogar en brazos, y los invitados corearon por fin: ¡Vivan los novios!

Por la noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, la felicidad se entretenía jugando entre mis manos.
Rodeados de los invitados más jóvenes acudimos a una discoteca. Fue la primera vez que no me hizo falta bailar para sentirme bien, además de que apenas podía hacerlo ya, estaba radiantemente agotada...

-¿Cuándo es el bautizo, May?
-¿Bautizo? ¿Qué bautizo?... ah ya..., pues cuando me quede embarazada sin lugar a dudas...

Mis hermanos se empeñaron en vernos bailar un vals ya que después de la comida no había habido baile. Desde la cabina del discjockey nos felicitaron y vaciaron la pista.

-¿Te atreves? –me preguntó Juan.
-Hoy a todo.

Salimos a la pista y bailamos extasiados sin poder dejar de mirarnos a los ojos. Barimas y su Padam, padam adornaron nuestro cuento. Undostres, undostres, undostres. Girábamos, girábamos, girábamos. No apoyes los talones. Y mi cintura se estremecía en cada giro bajo la mano de mi marido. Undostres, undostres, undostres...
Valeria y Pedro aplaudían mientras gritaban: ¡Vivan los novios!

Durante la madrugada, cuando por fin logramos escapar a nuestro pequeño castillo, una luna callada brindó con nosotros. Y medias de seda se deslizaron lentamente por pieles húmedas. Y deliciosas ropas de encaje cayeron al suelo junto a un blanco y casto vestido de novia, y desnudos de miedos, mientras la luz rosácea de la alborada se asomaba tímidamente por la ventana, vestimos de deseo, lujuria, ternura y fantasía, un lecho nupcial.

Y volvió la media noche, nueve lunas se amaron, dos bocas se encontraron, y nació un nuevo sol…

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