Claridad, la novela

jueves, 21 de julio de 2016

Capitulo 10. - Silente sentir...


muchos años después...
¿Cuándo empecé a oír menos?, no lo sé.

Hoy sé que la perdida auditiva o problemas auditivos, pueden acompañar a la Ataxia de Friedreich, también sé que ésos problemas que muy bien pueden ser leves, se agudizan si cada vez te hablan más alto, o escuchas la televisión o música, a un fuerte volumen. El tímpano se acostumbra.
Durante aquellos años jamás lo sospeché.
 
 
Un poco antes del verano del 89, decidimos alquilar un apartamento en la Costa del Sol. El mar, la brisa, y una casa para nosotros solos allí, nos seducía mucho.

Encontramos lo que queríamos habiendo tenido en cuenta que se admitiesen animales de compañía, así que, a mediados del mes de Agosto, una cabrita roja con tres ocupantes partió hacia un pequeño pueblo de Málaga.

La vida era maravillosa y el paisaje increíble aunque todavía no hubiese amanecido. Tal vez por eso una sensación edénica me sobrecogió al llegar a “la puerta de Andalucía”.

El sol se anunciaba con un fulgor alegre al atravesar el puerto de Despeñaperros; un cielo anaranjado con tonos rosáceos vestía las cimas de las turgentes montañas mientras tímidos rayos de luz bostezaban escondiéndose detrás de ellas.

Quisimos desayunar y hacer fotos en un mirador. Le puse una cadena en el cuello a la gatita, pero cuando tiré de ella para que saliera del coche fue como si moviese la cabeza de lado a lado. Nosotros estábamos demasiado ilusionados, dejamos una ventanilla abierta y nos fuimos.

Varios camioneros tomaban su café en un pequeño bar, nosotros nos quedamos en una mesa del exterior participando de la magia del paisaje. Embelesada miraba a mi alrededor. El amanecer más hermoso de mi vida me hacía sentir insignificante, pero a la vez me tatuaba que yo era parte de la Vida.

Ambigua sensación, preciosa emoción.

Silbando y sin dejar de sonreír eché un vistazo al mapa de carreteras y volvimos al coche. Juan sólo conducía, ese era el trato, yo era el copiloto. Una copiloto que empezó a cantar todas las canciones que recordaba de su niñez. Desde el elefante y sus tropecientos compañeros que se balanceaban en una tela de araña, pasando por el repertorio de los payasos de la tele, o el señor conductor no se ríe, y adelante hombre del seiscientos, además del barquito chiquitito que no podía que...

-Por favor, May, ¿ponemos la radio?

Llegamos al pueblecito cerca del mediodía. Cansados, agotados, pero eufóricos. Juan empezó a descargar bolsas y maletas que yo no había preparado, o por lo menos no recordaba haber preparado tantas. Yo le miraba intentando que mi sonrisa no se nublara por no poder ayudar. Cuando acabó, Alaska se negó a caminar guiada por ninguna cadena y la cogí en brazos, y Juan tomándome de la cintura, nos condujo al apartamentos.
La playa estaba muy cerca y el complejo de apartamentos contaba con piscina, por lo que pasamos quince días en remojo, haciendo mucho ejercicio.

Ambos sabíamos que el agua del mar era muy beneficiosa para mis piernas, pero bajar a la playa era un suplicio. Toallas, bronceadores, neceser, libro, sombrilla, pequeña silla, caña de pescar, colchoneta, y agárrame de la cintura que no puedo caminar. Y el abrasante sol que caía sobre nosotros. A los dos días de estar allí acordamos ir a la playa sin sombrilla, ni sillita, ni colchoneta, ni caña... nos bastaba con una toalla. Me compré un sombrero de ala ancha, tan ancha, que si calculábamos bien nuestras posiciones nos podría servir de sombrilla.

Nos reíamos de todo. Intentábamos tomarnos las cosas que pudieran agobiar y desesperar a cualquiera, lo más holgadamente posible. Todo tiene la importancia que tú le quieras dar, eso grabó Juan en mi frente. Pero a veces se borraba.
Díscolas lágrimas amenazaban escapar de mis ojos cuando veía a cualquier chica correr para meterse al agua, o simplemente caminaban sobre la arena, o el bikini les sentaba de maravilla, o hacían un top-less de esos que anulan hasta a las olas.

¿Por qué te visitan los celos cuando vas a la playa? 

Juan se adueñaba de miopía al llegar allí, no veía a nadie más que a mí, ni a quien tomaba el sol a dos zancadas de su toalla. Toda una playa veía a la tetuda que estaba a nuestro lado, pero mi marido no se había dado cuenta. Y cuando se iba corriendo a bañarse, docenas de ojos la seguían embobados, menos Juan, mi cielito no la veía. Los primeros días me sentía muy insegura, celosa, comprender que aquello le pasaba a todos los hombres y no sólo al mío, estaba muy lejos de aceptarlo. Tenía mucho que ver que no pudiera andar sola, lo sé, que cada día andara peor... ¡Pero estábamos de vacaciones! Allí nadie me conocía, ni a nadie importaba que mis piernas al andar se arquearan hacia atrás, ni que Juan, harto de verme sufrir, me cogiera en brazos y corriendo nos metiéramos en el agua.
No, a nadie importaba, salvo a mí.

Una mañana que Juan se fue a pasear mientras yo tomaba el sol, cansada, y celosa también, de la tetuda que todos los días tomaba el sol a nuestro lado, me quité el sujetador del bikini y seguí tomando el sol. Me faltaban tetas comparada con la vecina, pero yo respiraba a pleno pulmón.

-¿Qué haces?

-¡Qué pronto has venido! Dame crema.

-No, vámonos, ponte el sujetador.

-¡Pero si acabamos de venir!

Y nos fuimos, y empecé a comprender que a pesar de todas las beldades (operadas) que había en la playa, mi marido sólo me quería a mí. Entonces me gustaba que fuera un poco moro porque me hacía sentir suya, y de alguna forma conseguía anular mis inseguridades.
Y relajada, tranquila y confiada, volvía a convertirme en la joven esposa con sombrero de ala ancha y cabello trenzado, que al caer el sol escribía en una terraza al lado del mar mientras Juan leía el periódico.

Una noche habíamos acudido a un cine de verano a ver el sempi eterno wenster: ‘El bueno, el feo y el malo’. Mi marido era un amante de las películas del oeste. A mí apenas me gustaban y estando en aquella sala, una babilónica noche de plenilunio, mientras todos soñaban mirando a la pantalla grande, yo lo hacía en la pantalla tridimensional de mi mente. Lo único que me mantenía en el cine al aire libre era la música, y fue eso lo que me llevé al oeste...

…Era la cuarta vez que iba a parar encima del rudo vaquero. Los saltos que pegaba la pequeña diligencia cambiaban de asiento a Kitty cada dos por tres. Se decidió. No volvería a rozar el cuerpo de aquel apestoso hombre ni a soportar su mal disimulada lasciva sonrisa. Cerró y guardo su libro. Intentando imitar la postura del vaquero separó sus piernas, para ello subió su delicado vestido dejando asomar sus inmaculados pololos blancos. Se agarró a la puerta con una mano y al asiento del viejo carromato con la otra. Al comprobar que mantenía el equilibrio, no pudo evitar mirar con cara de victoria a su acompañante de viaje. Éste, sólo escupió por la ventana. Ella, si hubiera sabido habría hecho lo mismo…
 
El relato fecundado en el cine de verano, lo pude acabar antes de volver a casa, como también antes de volver a casa, supimos que teníamos uno de los pocos gatos del mundo que no le gustaba el pescado ¡Hasta le habíamos cocido los pececillos robados a ese arrullador Mare Nostrum, porque crudos no los quería!
A alguien estábamos mimando demasiado a base de helados de fresa.

 

1 comentario:

María Narro dijo...

la segunda y tercera parte del capítulo están en el archivo.
10-II, 10-III