Claridad, la novela

miércoles, 27 de julio de 2016

7. - Clara oscuridad


2003, al salir submarino.
Lanzarote.
Han pasado casi trece años desde que cogí la silla de ruedas. La pantalla del ordenador parpadea mientras escribo. En un rincón un Papa Noel saltarín me dice que ya es veinticinco de Diciembre. Veinticinco de Diciembre del 2003.

Nunca supe por qué me está pasando esto a mí, pero sí supe lo que es la auto compasión. Ha sido duro, muy duro. Aprendí a aceptar y sobre todo, decidí luchar. Luchar por vivir, luchar por el día a día, porque mañana es hoy, la ataxia de Fiedreich mi sombra, el pasado la escuela, la vida un Universo de alegrías y sufrimientos, y la resignación sólo es el suicidio cotidiano.
Quisiera corregir con arte lo que el azar me ha ofrecido, tener siempre un motivo, una ilusión para seguir, poder inventarlo cuando no lo hay, rascar en la alegría cuando la molicie avanza hacia mí, cuando la tristeza inunda mi ser. Es difícil, muy difícil, pero no desisto en el empeño...
Sólo se vive una vez.
 
Las luces anaranjadas y blancas dibujan en la lejanía el más bello árbol de Navidad. Se oye música en la radio. Los faros del coche iluminan la solitaria y escarchada carretera. No hay luna, la oscuridad es inmensa. 

Noche de Paz.

Me emociona tanto ésta noche que toco el cielo al respirar, me siento tan viva que camino sin soñar, hasta las injusticias y tristezas desaparecen, y desde lejos se oye una zambomba y nace el niño Dios en el umbral de la esperanza.

Siempre.

Juan me mira y nota que me brillan los ojos, sube la música y tamborilea con los dedos de su mano izquierda sobre el volante ¡Es tan fácil ser feliz! Se acerca el momento, pienso mientras entramos en la ciudad llena de luminosos adornos navideños, el momento de aproximarme al desenlace, a mi objetivo. Tantas sensaciones, vivencias, pesares y sonrisas, quimeras y verdades... dentro de mí, quieren salir todas a la vez, a borbotones, es un imposible poner orden. Me desabrocho el cinturón al entrar en el garaje. Un prematuro aroma de final aflora en mis manos, sé que puedo, lo tengo que intentar. Comunicar. Ahora. De pie, sentada, tumbada, boca abajo, boca arriba, boca a boca... con el alma apoyada en la garganta.

Necesito escribir.
Saca la silla de ruedas del maletero y la deja al lado de mi puerta. Rozo su mejilla mientras me coge en brazos para sacarme del coche y le digo que le seré un ratito infiel caminando por laberintos de recuerdos y ternuras. Me pide que acabe pronto mi libro y le jubile.
Nostalgia de blues.

Y aquí estoy, frente a mi ordenador, aporreando con perpleja armonía las teclas; los dedos han tomado vida propia, el índice le recuerda al anular su grandeza porque desea tocar la verdad. Mi patria, la vida. Juan a mi lado viendo la película que hemos alquilado en el vídeo club, la gata hecha un ovillo en el sofá cerca del radiador, la tercera copa de champán adornando la única esquina vacía del escritorio, y música... ¡la música!

El Jazz me hace escribir bailando.

Y soy feliz. Y sin embargo a veces me preguntó cómo puedo serlo faltándome lo básico, “lo indispensable”, lo que todo el mundo tiene y  en lo que nadie repara.

¿Cómo puedo sentirme a gusto conmigo misma si no puedo andar, si no oigo bien?

Imagino que porque aprendí a quererme y aceptarme; e imagino también que porque no soy idiota, ya que no puedo ser feliz siempre.

Ni yo, ni nadie.

Pasé toda una vida sembrando sueños y el destino, aunque cruel y caprichoso, me permite recoger las realidades del día a día.                                  

Sobre el repleto escritorio tengo una foto de mis cinco sobrinos; quisiera disfrutarlos más, tal vez cuando Valeria tenga un hijo haya más suerte ¡Crecen tan deprisa y son tan guapos! Hacen que me sienta niña o nunca dejé de serlo, pero me encanta jugar con ellos y que los mayores que nos rodean desaparezcan. Normalmente para los no-niños soy invisible, bueno invisible no soy, tengo que Estar siempre y con verme bien basta, pero no sospechan que necesito: Ser.

La incomunicación, atroz epidemia del siglo XXI. Y, si a ese mal epidémico se le añade que no oigo bien, que me tienen que mirar a la cara cuando hablan (no siempre, con alguna vez me conformo), y que no debo hablar atropelladamente por la afasia, el resultado del fatal cóctel puede ser bestialmente fuerte, o también puede ser que tamaña mezcolanza me pinte del color de los seres etéreos, esos que están pero no aportan nada interesante y no se les tiene en cuenta.

Cóctel espinoso para digerir, obviamente, y un mundo interior inmenso donde modelarlo con mis manos cuán barro áspero y sucio convertido en pétalos de comprensión, o con más suerte, un mundo interior inmenso para poder ignorarlo y no enfadarme.

Nadie tiene la culpa de lo que me está pasando.
Yo tampoco.
Aunque algunas mediocridades me hayan hecho dudarlo muchas veces. 

17 de Diciembre del 2003.

Los problemas con el Centro Especial de Empleo se hacen insoportables, ya lo sabes querido diario.

En la fiesta del otro día, cuando Marga -la presidenta- se puso a llorar porque son muchas las injurias, casi lloré, menos mal que me puse a observar a los políticos que nos rodeaban. Se me ocurrió disfrazarlos de ovejas y ponerlos en el belén del centro social, claro que eso fue peor porque me subían unas risas por la espina dorsal que acabé contando a los asistentes y opté por volver al discurso, no era posible reírme cuando la tensión se palpaba, y peligro de ponerme a llorar ya no había, sobre todo después de imaginarme al Alcalde sobre el belén.

Es que verás, son muchas las falacias que tenemos que soportar en la junta directiva, y por mucho que tomemos medidas legales, vuelven. Pero cuando bajamos a las naves del Polígono Industrial y veo a tantas personas discapacitadas, algunos con una minusvalía muy grande, otros con un síndrome de down como David, trabajando en cadenas de manipulados, pienso que aunque sólo fuera por eso Aprodisfis ha de continuar. Aunque la Asociación y su Centro de Empleo sean mucho más.

Todo merece la pena por ellos; todo, hasta los comentarios en mi contra por no oír bien.

Me guío de los labios, quién quiere lo sabe, sólo hay que ayudarme un poco. Iría contra mis principios si dimitiera por ello ¿Cómo iba a pedir y buscar solidaridad e integración para los demás, si renunciara a hacerlo conmigo? La ataxia de Friedreich ha afectado a todo mi cuerpo menos a mi mente. Que por el hecho de no ser muy fea, ir en silla, y no oír bien, se me considere boba -o algo más-, eso ya lo sé ( lo malo sería que algún día me lo considere yo), pero no tengo que demostrar nada a nadie, sólo sé que puedo ayudar. Tengo limitaciones y las acepto. Alguna vez me han preguntado qué saco yo por estar en la Junta Directiva. No saco nada aparte de la satisfacción por estar en un sitio mirando por los demás, por gente que es como yo o mejor que yo, y aportar mi pequeño grano de arena para eliminar barreras arquitectónicas, para luchar por una utópica accesibilidad.

Si dimitiera sólo por eso, a mis treinta y nueve años, sería la primera vez que me rindiese, la vida me enseñó a crecerme ante los retos, y ella será la que me rinda algún día, igual que a todos. Sólo ella.
Durante este Otoño he faltado bastante a la piscina, diario querido, sólo iba un día. Me dolía mucho el hombro derecho al nadar de espaldas, a braza también, y como después me tengo que secar y cambiar yo sola en los vestuarios, el hombro y yo misma nos quedamos agotados.

Es de locos ir a la piscina cuando el termómetro no sube de los siete grados, sino supiera que todo el ejercicio que haga es poco, reivindicaría mi faceta de eterna friolera. Además, siempre me ha gustado el ambiente que se respira con los monitores que nos vigilan, es muy agradable, casi parecido a la amistad. Todo ayuda.

Normalmente alguien me quiere ayudar en vestuarios. Alguien que no me conoce, y me parece muy bonito que me ofrezcan una ayuda que yo rechazo con toda la educación del mundo, porque mientras pueda quiero hacerlo yo, y cuando no pueda le pediré a Valeria o a mamá que vayan conmigo, o pediré ayuda a cualquiera. Lo peor es no poderme meter a una cabina y cambiarme con absoluta intimidad, pero la silla no cabe en ninguna y la accesibilidad todavía está muy lejos.
Mientras acabo de escribir el libro y pasa el frío, he reducido las sesiones con la logopeda, solamente estoy con ella una vez cada quince días. Me enseña a leer en los labios. Cuando empecé a aprender, hubo gente que me preguntó “¿pero tan mal oyes?”, y yo sólo dije: leer los labios puede ser una gran ayuda para lo que oigo, y no me equivoqué. Aunque todavía no leo bien porque es muy difícil.
Mi tratamiento: el gimnasio, la piscina y la logopeda, querido diario, es mi trabajo. La Asociación sólo me trae quebraderos de cabeza que me recuerdan constantemente que no soy el centro del mundo; y escribir... escribir me da la vida.

                                        `------
 
El último verano lo pasamos en Gandia, fue la segunda vez que fuimos a una playa accesible.

Es genial, aunque las personas minusválidas que usamos la silla anfibio somos el centro de atención. Pero es tan importante poder meternos en el mar sin que nos lleven en brazos, poder quizás recuperar unos gramos de dignidad  perdida, que ése ser el centro de tantos ojos y comentarios te parece el órdago de la nimiedad ¡Perdí tanta vida buscando la aprobación de los demás, sin saber que la única aprobación válida era la mía!
Pero aprendo, tarde, pero aprendo.

Sólo me importa el ejercicio que hago, mi seguridad y la tranquilidad de mi marido. Lo mismo ocurre en el hotel, pero a veces la piscina es completamente inaccesible, y eso que buscamos hoteles de lujo, o de tres estrellas como mínimo, con ascensores y rampas, sabiendo que difícilmente la silla entrará por la puerta del baño.
¡Ya me gustaría a mí encontrar una pensión, limpia, barata y que den bien de comer, donde no supieran lo que es una escalera!
Parece que las personas en silla de ruedas no tuviéramos derecho a ir de vacaciones. ¡Hay tan pocas cosas preparadas!

Por suerte la Comunidad Valenciana ha sido pionera en accesibilizar sus playas. Si no han cambiado las cosas (y no creo porque siempre falta presupuesto), en el trabajo sobre playas que realicé en el 2002, hay siete playas accesibles en España, sin contar las de Valencia. Claro que, encontrar playa y además hotel accesible, es más difícil que te toque la lotería.

Es un problema interminable. Sin principio ni final.

Personas discapacitadas no salen de vacaciones por muchos motivos, digamos que uno puede ser que nada esté adaptado a sus necesidades. Empresarios turísticos no adaptan sus hoteles, locales... por muchos motivos, digamos que uno puede ser que no haya demanda entre las personas discapacitadas.

¿No creen que es suficiente el tener que superarnos continuamente para poder vivir?

Es muy desagradable no poder aceptar una invitación a cenar, o no ir a tal sitio a saborear tan famosa mariscada, por miedo a no poder cumplir con tus necesidades fisiológicas (sí esas, las más solidarias ya que nos ocurren a todos) porque hay un montón de escaleras o porque la silla no entra al baño.

Que a veces piense que en algunos locales debería haber un cartel que pusiera “personas en silla de ruedas NO”, igual que esos otros carteles que prohíben la entrada a los perros, creo que es lógico.

Mas lo peor del pasado verano fue la tremenda ola de calor. En Gandia, hormiguero de madrileños donde los haya, fue llevadero por el mar, también en nuestra piscina de la finca, pero el resto de los días en casa fueron horrorosos. Del cansancio y agotamiento tuve un pequeño retroceso, hasta se me salió el codo derecho una mañana al saltar de la cama a la silla.

Y estaba sola.
La sensación de pánico que me traspasó al sentir que se me salía el codo, casi me paralizó. Me sujeté bien a la silla haciendo fuerza con las piernas porque si perdía el sentido me iba a caer. No alcanzaba al móvil. Sabía que tenía que ser cosa de segundos y apreté y moví el brazo como otras veces. Y temblando mientras lloraba, me coloqué el codo.

Cuando todo se tranquilizó llamé a Juan y a Pedro. Vinieron los dos, pero yo ya estaba bien, aunque dolorida y asustada.
Sólo quedaban un par de días para que mi marido cogiera vacaciones, mis padres pasaban una semana en el pueblo con sus nietos y no quise decirles que el calor me afectaba tanto. Valeria decidió pedir dos días libres en el trabajo porque no quiso volver a dejarme sola.

Fue en la playa donde trabajé como nunca para recuperarme. Por la mañana, en el gimnasio del hotel, con pesas en brazos y piernas. Y luego, en el mar. Y la brisa, el sol, paseos a la luz de la luna, lecturas, risas, diálogos y discusiones, el saber que no estoy sola, consiguieron que la misma May de antes del verano comenzara un nuevo otoño.

Lo que no entiendo y se lo digo claramente al Neurólogo cuando una vez al año me pasa revisión, es que siempre diga que estoy estable.

¿Dónde está la inteligencia de estos médicos?

Dios no quiera que me ocurra algo y tenga que guardar cama durante una larga temporada, o que no pueda hacer mi gimnasia y natación, ni las lecturas diarias en voz alta, ni logopeda, ni pasarme el día sola desechando miedos e inseguridades cuando pienso que no voy a ser capaz de hacer cualquier cosa, Dios no lo quiera, porque entonces comprobaran como dejo de estar estable.

Pero ya me voy acostumbrando a la incredulidad de los médicos para conmigo. El último informe que me hicieron decía: “necesita la ayuda de una tercera persona las veinticuatro horas del día”. Le acababa de explicar que mi madre me hace casi toda la casa, lleva la comida, y nada más porque me paso el día sola.
Pero no me creen.
Tampoco creen que todavía pueda escribir.

Quizás tampoco sepan que el ánimo y la psicología son muy importantes para vivir con cualquier enfermedad, pieza básica para vivir con una ataxia de Friedreich. Claro que, si no lo saben, peor para ellos, ¿no?

No hay comentarios: