Claridad, la novela

viernes, 24 de junio de 2016

Capitulo 3. Una cabecita loca que huye de la compasión.


Aún no había cumplido los diecisiete años cuando supe que había elegido a la Pasión por compañera de vida. Luego, mi compañera, esa pasión, se rebelaría, incluso quizá un nimio aumento de letras invertiría su significado y acaso tuviera que huir de ella, de mi compañera... de esa pasión.
Pero, vayamos por partes.

Una mañana de sábado cualquiera observaba la mudanza de los nuevos vecinos en mi bloque. Desde la ventana de mi habitación, con los codos apoyados en su alféizar, las largas coletas marcando aún más mi cara de niña, no me perdí detalle de los primeros minutos de la familia de Candela en el barrio.
“¡Qué guapa era! ¡Con que rapidez cogía y guardaba las cajas! ¡Qué agilidad al saltar del camión! ¡Qué suerte ser como ella!".
 
Al día siguiente en la panadería tropecé con una estantería, alguien me agarró evitando así que cayera, era Candela. Mis ojos aliviados del susto le mostraron mi agradecimiento cruzándose con una sonrisa todavía infantil y algo más, pero totalmente inefable para mí...

-¿Estás bien?- pregunto con sincero interés.
-Sí.

Mi timidez y la angustia que sentía cada vez que llamaba la atención, me hicieron contestar con parquedad.
Me sorprendió encontrarla fuera de la tienda esperándome. Fuimos juntas hacía el portal, hablamos muy poco. Tenía veintidós dos años, era la mayor de siete hermanos y se habían mudado el día anterior.
Ya lo sabía.
Candela, al comprobar mis vacilaciones a la hora de empezar a subir las escaleras, me ofreció su brazo para que me agarrara (no había barandilla). Fue un golpe bajo, así lo sentí. -¡Era la primera vez en mi vida que me brindaban ayuda¡-. De repente dije que se me había olvidado algo en la tienda y me fui de nuevo a la panadería. No volví al portal hasta que comprobé que no había nadie, que nadie me veía ni se daba cuenta de que empezaba a tener problemas al subir las escaleras.
 
Pero la vida transcurría sin pausa, y la escoba del tiempo lo tapaba todo, o quizá sólo lo cambiaba de sitio.
En la siguiente primavera, la de 1981, el amor me volvió a visitar. Mas antes de entregar mi corazón me di cuenta de que algo fallaba, o sea que sólo puse en juego medio corazón porque fui incapaz de resistirme a las lisonjas, caricias y labios de Miguel, por mucho miedo que me diera volver a sufrir.

Me enamoré a precio de saldo.
Miguel era guapo, muy guapo, tan guapo que sacaba algún dinero haciendo de modelo. Era de dominio público que tenía novia, pero como empezó a ir detrás de mí, mis amigas y yo, pensamos que lo habían dejado.
Le conocía desde siempre pero nunca habíamos mediado palabra. Yo, la eterna sombra de la timidez, sentía como si el patito feo se hubiera convertido en el más bello cisne. La situación me obnubiló, y cuando supe que en realidad seguía teniendo novia y la dejaba en casa antes de venir al disco-bar donde nos encontrábamos, ya era demasiado tarde: había caído en las redes de sus encantos y no me quería ir de allí. Miguel me dijo que la dejaría, y aunque no me lo creí, eso me bastó.

Pero me empezó a sobrar cuando los besos, caricias y abrazos que yo necesitaba, a él no le bastaban. Por eso, cuando se fue a la mili dejé vía libre a la novia para que le llorara y guardara su ausencia. Fue fácil aparentar que no me había herido y más, cuando su novia comenzó a frecuentar nuestra pandilla.

Cristina, era una chica preciosa; rubia, alta, simpática e hija de un famoso empresario de la ciudad. Más que con ninguna de mis amigas, lapsus de la vida, congenió conmigo. Nunca he sido hipócrita y aunque sutilmente intentaba evitarla, me negaba a rechazarla sin explicarle el motivo. Pero claro no podía. A ver como diablos le decía: no te fíes de tu novio, tal vez te ponga los cuernos, hasta, es sólo un ejemplo ¡Eh!, te los ha podido poner conmigo. Ese pequeño discurso lo llegué a ensayar miles de veces delante del espejo cuando hacía la gimnasia en casa, mas nunca se lo pude decir.

Se encariñó mucho conmigo cuando supo porque me fallaba a veces el equilibrio. Recuerdo un día en el que, durante el verano, acudimos a una romería; no se separó de mí ofreciéndome su brazo para que me apoyara después de andar más de cinco kilómetros. Lo malo fue que Cristina no vino sola sino con Miguel, ya que éste contaba con permiso de fin de semana. En cuanto pude, casi al finalizar el día, cogí un autobús, con mi inseparable Montse, de vuelta a casa alejándonos de los demás. Todos, absolutamente todos, entendieron “que no pudiera más”, que estuviera demasiado cansada por lo “mío” (como se referían a la ataxia mis amigos).

Por suerte para mí, la relación de amistad, entre “la extraña pareja” y mi pandilla, comenzó a dar pasos en direcciones opuestas.
Varios años después supe que Cristina se había casado con el hermano de Miguel.
¡Me caía bien esa chica!

En Septiembre comencé el segundo grado de administrativo en un instituto situado en las afueras. Debería hacer cuatro largos trayectos diarios en autobús atravesando la ciudad. Seguiría estudiando con mis amigas, por lo tanto, nada más me importaba, ni siquiera que mis problemas al andar avanzaran puesto que no quería darme cuenta ni reparar en ello. Me sentía arropada con ellas, hasta “a salvo”, quizás.
El instituto estaba al lado de la estación de Ferrocarril, en medio de un arenoso descampado. Era enorme; tres grandes edificios, dos de tres plantas, y uno con talleres y gimnasio de una sola planta; una cancha de baloncesto, un pequeño campo de fútbol y, volviendo de nuevo a los dos edificios principales, los de tres plantas que contenían las espaciosas y luminosas aulas, éstos, estaban rodeados de jóvenes árboles, césped y un gran aparcamiento de coches. Una verja roja de metro y medio delimitaba lo que serían durante tres años: mi instituto.

Éramos muchísimos alumnos, tantos, que tuvimos que esperar dos mañanas consecutivas para podernos matricular. Una de esas refrescantes mañanas, ya de otoño, mientras esperábamos en una fila nuestro turno y fumábamos abrumadas por la desidia un cigarrillo, algo del suelo..., además de mis deportivas nuevas que, según el anuncio de la tele te ponía alas en los pies (¡qué cosa más cierta!, yo me sentía así cuando estaba acompañada e ilusionada...), algo del suelo me llamó la atención. Apoyándome en una de mis amigas me agaché al mismo tiempo que el turno corría y la fila avanzaba. Al incorporarme con prisas un intenso codazo en un ojo me dejó sentada en el suelo. El dueño del codo me ayudó a levantarme y mi cabreo y dolor de ojo se diluyeron en el aire al ver su cara ¡Mi estancia en el instituto prometía! Aquello fue... cómo decirlo..., quizá: ¡amor al primer codazo!, seguro que sí, porque pudiendo pegar el codazo a cualquiera, me lo pegó a mí.

El primer día de clase le busqué por todas partes y mis investigaciones enseguida dieron su fruto. Estudiaba para delineante, su clase estaba en la otra punta que la mía, y se llamaba Luis. En el recreo le encontré en la cafetería. No me dijo nada, estaba con sus amigos y yo me fui, con mi bocadillo de tortilla -lo mismo que comía él-, junto a mis amigas que estaban apoyadas en un coche del aparcamiento.
Mi clase estaba situada en el último piso. Subir y bajar tantas escaleras a lo largo del día, esquivar a docenas de compañeros que se sentaban en ellas, me trajo problemas que en realidad ya estaban ahí, pero yo no quería o  no podía ver... 

-May ¿por qué no bajas más deprisa? ¿Por qué te agarras siempre a la barandilla?  ¡Pareces una vieja!  ¡Mira que eres lenta...!

Llevaríamos un mes de clases cuando los profesores me ofrecieron que utilizara un ascensor. No entendí ni quise entender el ofrecimiento y me negué a usarlo. Prefería pasar un mal rato, incluso caerme cuando no me podía agarrar a la barandilla, que dejar de ser como mis amigas por usar el ascensor, y mucho menos quería que me viera Luis quien se había olvidado del codazo, o eso parecía. Mas yo no, y era feliz y me olvidaba de todas las escaleras del mundo cuando le sorprendía mirándome.
Pero la ataxia de Friedreich seguía su curso por mucho que lo quisiera ignorar.

Primeramente sólo llamé la atención entre mis compañeros, quienes de alguna forma me respetaban porque, por mis amigas, sabían que tenía una enfermedad. Pero enseguida volvieron las risas y burlas a mi costa, sobre todo en los pasillos en los que nacían o morían los tramos de escaleras, y entre clase y clase, alumnos del enorme instituto, se divertían cuando veían bajar o subir, titubeantemente si no me podía asir a la barandilla, a una delgaducha morena de pelo largo. Y yo, aunque ante sus risas alzaba altaneramente la cabeza, la verdad era que la inseguridad empezaba de nuevo a poblar mi alma y cada vez me acobardaba más. Sólo me sentía segura cuando estaba acompañada, cogía miedo al ir a cualquier sitio sola.

Pero eso no era todo.

Los fines de semana, después de bailar, reír y divertirme con mis amigas, cuando por la noche volvía a casa, la alegría recolectada se esfumaba.
Vivíamos casi todas en el barrio, las últimas en despedirnos éramos Montse y yo; la dejaba en su portal y a mí me tocaba caminar sola dos calles hasta llegar a mi casa, pero un grupito de niñatas que se aburrían sentadas en los bancos de la plaza, encontraron su diversión burlándose soezmente de mí:

-¡Mírala! ¡Ya esta ahí, pato mareado, pisa huevos...!

Casi todos los domingos por la noche llegaba al portal de mi casa llorando, me sentaba en las escaleras, e intuyendo prontamente que una buena llorera ayudaba a recuperar parte del sentido del mundo, me calmaba y subía. Setenta y cuatro escaleras tenía que subir y bajar todos los días, por eso imagino que mis problemas con ellas no eran muy acuciantes, por la costumbre.

Antes de conciliar el sueño, después de rezar mis oraciones en las que cada vez pedía con más vehemencia a Dios que me ayudara a ser como todos; con ojos húmedos, mientras apagaba la voz, preguntaba... ¿ por qué a mí?

Abrazaba mi almohada y sintiéndome abrazada por ella, acababa rindiéndome en brazos de Morfeo; allí, en no sé que país lleno de nubes de colores, donde la bondad, ternura y cariño, imperaban siempre, me sentía querida, respetada y sobre todo apoyada.
Pero aunque mi fantasía me proporcionaba el mejor bálsamo, pronto, el miedo que me embargaba al caminar sola, se convirtió en pánico. Acompañada, aún sin agarrarme al brazo de nadie, la marcha atáxica (caminar como un borracho) disminuía considerablemente.

Una noche, mis amigas, sabiendo de los insultos de las chicas del barrio, me acompañaron a casa. Querían hablar con ellas, bueno hablar...  Pero aquel domingo por la noche, aunque las chicas estaban donde siempre, al verme acompañada, se callaron. Fuimos nosotras las que nos acercamos a ellas, y yo, la que les saludé. Me preguntaron entre risas que si esa noche no pisaba huevos, y fue Montse la que de un empujón sentó de culo en el banco a quien había hecho la pregunta. Luego, todo fueron empujones de unas a otras hasta que alguien habló de una enfermedad...
Nunca más me volvieron a insultar... ellas.
Mas lo peor, y lo que más me hundía, era que quién no me conocía empezó a confundirme con una adolescente alcohólica o drogadicta.
 
La primera vez que me llamaron borracha... delante de mis amigas me reí y les prohibí que dijeran que yo no bebía, pero cuando llegué a casa me encerré en mi habitación y apenas sin ver, pues las lágrimas me lo impedían, escribí en un cuaderno...

“JAMÁS... JAMÁS sacaré a nadie de su error, prefiero mil veces que piensen mal de mí, a que me tengan lástima por tener… seré una borracha, seré lo que quieran pensar, pero no seré yo quien diga que estoy enferma”. 18 de Diciembre de 1981.

 
Aquella noche nació mi más fiel, íntimo, y a veces olvidado Amigo, mi querido diario. Olvidado, porque aún en mis más angustiosos momentos, me sacó a flote mi fantasía e imaginación, mis sueños que seguía plasmando en cuartillas, en los cuales yo era otra persona, o construía un mundo a mi antojo, o me convertía en la mujer que algún día querría ser, o qué sé yo...
 
Gracias a esos sueños, a esos mundos inventados, gracias a esa dulzura y sensibilidad que brotaba y se difuminaba en el papel, conseguía amortiguar el daño que  puñaladas de jóvenes inconscientes me hacían. A mi fiel Amigo, mi diario, recurría cuando la “sangre” que me producían, me impedía soñar. Él siempre estaba ahí, ayudando a limpiarme, ayudándome a conservar la salud mental.
Pero, irremediablemente la pesadilla en la que vivía influyó en los estudios, empecé a suspender todas las asignaturas, menos Inglés. Me volví a encerrar en mi mundo interior, y de ahí sólo salía los fines de semana. Era feliz bailando, estando con mis amigas, enamorándome a diestro y siniestro; y entre semana, dejando volar la imaginación mientras estudiaba.

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