Claridad, la novela

miércoles, 15 de junio de 2016

Capítulo 1.- Las cosas se cuentan desde el principio...


Mucho antes de nacer yo ya existía.
Vamos, digo yo que así tuvo que ser porque vine sin libro de instrucciones. Me pusieron un tricornio de lana y nací en el cuartel de un pequeño pueblo alcarreño, allá por el 1964.
La oronda comadrona, obligada a ampararse en su experiencia, no tuvo tiempo de esperar al médico que echaba la partida de cartas en el bar. Ella sola hizo todo lo posible por recibir sobre terciopelos rojos a aquel bebé que llamó a la puerta con demasiadas prisas. Al cuarto o quinto azote, se inició el milagro más antiguo y hermoso habido y por haber del mundo: la Vida.
Me llamo May.

El día que nací cumplía veinte años mi madre. Fui entonces, su mejor regalo además de la primogénita y anhelada niña de un matrimonio aún muy joven. Enseguida vinieron mis hermanos: Pedro y Valeria, y cumpliendo un nuevo destino de mi padre, nos trasladamos a vivir a la ciudad. A otro cuartel, pero esta vez con caballos a los que empecé a conocer y amar por entonces.

Comencé a ir al colegio cuando tenía cinco años. Fui una niña muy normal. Habladora, traviesa, aunque siempre algo tímida, y sin embargo dueña de una alegría e imaginación sin igual, como cualquier niño, pero para mí pieza básica en el devenir del tiempo.

De mis primeros años de vida atesoro momentos indelebles en los que, en la noche de Reyes, la Fantasía se derramaba sobre las más puras inocencias...

... En la ciudad vivíamos en un viejo cuartel. Lo custodiaban pequeñas ruinas, maravillosos palacios de la imaginación, en donde alojábamos los juegos de toda la chiquillería. El portal del edificio común era amplio y luminoso. Paredes de un ocre desconchado y enormes baldosas de un gris oscuro moteado de blanco, acompañaban a una baranda de hierro negro que bordeaba las anchísimas escaleras de madera desgastada. Aquellas escaleras que tanto me divertían cuando subía y bajaba corriendo, saltando, estrellando ruidosamente mis pequeños zapatitos contra ellas.

Ocupábamos un piso de la segunda planta. La noche del cinco de Enero, dejaba en nuestra puerta junto con los zapatos de mis hermanos y los míos, leche con galletas para sus majestades, y agua y un poco de paja que había quitado a los caballos.

Era casi la hora de acostarnos cuando llamaron al timbre, aquella vez, en la que sentí el aliento de los Magos de Oriente.
Mamá salió a abrir. Al volver a la amplia cocina donde me encontraba con mis hermanos, nos escondió con prisas dentro de la despensa mientras nos decía que estuviéramos calladitos pues los Reyes Magos estaban en la puerta. Le juré por el niño Jesús que miraríamos en silencio a la bombona de butano, pero que no cerrase la puerta del todo...

¡Ufff, qué miedo pasamos! Sabíamos que si nos encontraban despiertos no nos dejarían juguetes, nos sentíamos culpables, deberíamos estar durmiendo y así no nos veríamos en tamaño aprieto. En la despensa, agarrando con una mano a mi hermana mientras que con la otra me sujetaba el pantalón del pijama pues el elástico estaba flojo, esperamos con ansía que los Magos dejaran de hacer ruido y se fueran porque a Pedrito le entraron ganas de mear y buscaba el orinal detrás de la bombona, Valeria hacía pucheros y me tiraba del pelo diciendo que ella también quería hacer pis, y aunque yo era mayor, también quería llorar y pedirle el  otro orinal a mamá.  ¡Menos mal que se fueron! 

Cuando por fin salimos de nuestro escondite, pálidos y mirando con asombro a papá y mamá que no dejaban de reírse, empezó la fiesta. Me abracé alborozada a la muñeca que con su cunita me habían dejado; le daba el biberón que calenté en la cocinita de mi hermana cuando me acordé de lo que decía Paloma. Armándome de valor corrí por el largo pasillo hacia la puerta de la calle mientras me sujetaba el pantalón del pijama. La abrí con mucho miedo, he de confesar. Mas allí no había nadie ni quedaba nada salvo los zapatos, ni leche con galletas, ni... ¡paja! ¡Y eso que Paloma decía que no existían los Reyes Magos! ¡Qué dirá cuando se entere de que los camellos suben escaleras…! …
 

Fueron tantos los momentos acaudalados en la mochila de los recuerdos durante aquellos años que, al echar la vista atrás, al escribir mirando tiernas fotografías en blanco y negro que cobran vida propia, una vaharada de dulce nostalgia se derrama por el pecho y todo se llena de color...

Aquellas tardes de frío alrededor de la mesa camilla, junto a mamá y mis hermanos viendo la tele... los chiripitifláuticos (el locomotoro, la Valentina, el tío Aquiles y el capitán tan), Crónicas de un pueblo, las películas de Mari Sol, el Un dos tres... Como en muchos hogares la pequeña pantalla era el rey colándose a través de ella personajes tan entrañables que llegaron a convertirse, de alguna manera, en parte de la familia.

Largas tardes de estío en las que al anochecer acompañaba a papá a la cuadra, a limpiar y preparar los caballos para el día siguiente. Mientras él los atendía y daba de comer, yo observaba y hacía lo propio con el mío. Era de madera, me lo habían regalado unos familiares. No sé muy bien de dónde lo habían sacado, era enorme, tal vez de un viejo tiovivo, pero era precioso y tan grande que no me dejaban tenerlo en casa. Mas lo peor de aquellas deliciosas tardes era que, cuando ya de noche volvíamos a casa, mi madre me metía a la bañera hasta que desaparecía por completo el olor de la cuadra. No entendía por qué decía que olía mal...

Y aquellas otras eternas mañanas, llenas de luz, en las que contemplaba extasiada el entrenamiento de los caballos en la explanada gigante habida entre las ruinas, al lado de la cuadra, acompañada casi siempre por alguna de mis muñecas y de mis hermanos, a los que tenía que cuidar. Alguna vez papá nos intentó montar sobre alguno pero nunca lo consiguió. Los caballos se ponían nerviosos y empezaban a relinchar y cocear. A mi no me daban miedo cuando se ponían así, pero Pedrito y Valeria empezaban a correr buscando a mamá, gritando que los caballos se habían enfadado y enseñaban sus amarillentos y enormes dientes porque les querían morder. Yo me retiraba, me sentaba sobre la hierba, y arrobada por la bravura, elegancia y belleza de aquellos animales, me olvidaba de vigilar a mis hermanos.

Nunca, ni a través del tiempo, mi primera infancia ha dejado de oler a felicidad, inocencia y seguridad, un olor que sólo logro asociar al aroma que desprende el cabello de una muñeca recién comprada.

Creo que cuando tenía ocho años empecé a convertirme en una personita torpe. Nadie lo achacó a nada: “solamente una niña torpe”. El colegio que tanto me había gustado hasta entonces, se convertía en agrios y malos ratos continuos porque la torpeza me hacía ser el blanco de las burlas de algunas compañeras.

Pero aún así, soplando en el pasado logro rescatar alguna foto del colegio satinada de la magia que envuelve los sueños: la clase de música. Nos pedían que apoyáramos la cabeza sobre el pupitre, cerráramos los ojos e imagináramos, mientras en el viejo tocadiscos de la directora sonaba sin parar  el amor brujo de Falla...

... Me iban a quemar. Bailaba subiendo y bajando piernas y brazos, luego, la música me impulsaba y corría sin rozar el suelo y giraba y giraba y me escondía detrás del aire, y volvía a girar y me convertía en sonido que luego sería flor. El brujo me miraba  oculto entre las sombras. Sus ojos brillaban, uno más que otro. Las llamas del fuego se avivaban y se convertían en corcheas níveas. De la gran olla negra salía un humo oscuro. Dos negritos, con un hueso blanco en la cabeza, la removían con un largo cucharón de madera. La música comenzaba a ser tenebrosa pero yo seguía danzando mientras me rodeaban. La soga con la que me iban a atar, los negritos de las huchas del domund que llevaban un hueso blanco en la cabeza, la dejaban en el suelo y creía que iban a aplaudir pero me zarandeaban y gritaban, y reían y traían un ramo de Lilas para...

-¡May, May!  Despierta que van a empezar Las Flores -chillaba Paloma.

Era Mayo, y siempre rezábamos a la Virgen al acabar nuestro día en el colegio...

Mas fueron tantos los malos momentos que, aquellas primeras burlas me hicieron desarrollar un sentido enorme del ridículo aumentando mi timidez...

-May, sal a la pizarra - oía decir a mi maestra.

Yo tenía que escribir en ella lo que me fueran dictando. Pero mi trazo era inseguro, mi mano temblaba al escribir, se oían pequeñas risas y a mí me mandaban a mi sitio.

En la clase de gimnasia las burlas llegaron a ser insoportables para una niña que apenas había cumplido los nueve años.
Risas cuando tenía que saltar el potro, risas cuando andaba en la barra de equilibrio, cuando corríamos, cuando..., risas siempre. Me convertí en el payasito sin querer y muerto de miedo de la clase de educación física. La profesora... solamente me suspendía.

Nadie se daba cuenta de nada, y lo peor: es que llegué a creerme torpe.

1 comentario:

María Narro dijo...

Tuve la fortuna, suerte, privilegio de pasar mi niñez en las ruinas del Alcazar de Guadalajara. Antiguo cuartel de Globos y es imborrable porque todavía no conocía la palabra enfermedad.