Claridad, la novela

jueves, 21 de julio de 2016

9-III


Al descubrir que la traviesa, juguetona y mimosa Alaska tenía los ojos azules, supimos que era completamente sorda -una rara característica de los gatos blancos de raza mediterránea-. Que era tremendamente lista, lo descubrí después. Como la vida me iba enseñando, al tener un sentido mermado se desarrollan excesivamente los demás. Y los animales también son seres vivos.

Me hizo sentir rara el enterarme de que mi gata no oía nada, pero sólo duró un instante el pensar que yo no quería un gato sordo. También un instante de abofeteamiento interior. Y muchos instantes de quererla un poquito más, sin llegar a la sobreprotección... -no puedo evitar reírme- aunque siendo sinceros habría que decir, que nadie y menos yo puede proteger a quién no se está quieto, y menos aún si ese alguien tiene cuatro patas.
Tener un gatito en casa me enseñó muchas cosas; fui más responsable sabiendo que había algo que dependía de mí, algo que había que cuidar y “educar”, sin abandonarlo cuando me cansara de él; viviendo tantas horas con mi gata aprendí a conocer, y amar también, a los animales, aprendí a reconocer muchos de sus gestos o movimientos. Al menos reparé en ellos y supe lo que querían decir.

Por eso vomité aquella tarde en la que veía una corrida de toros televisada con papá. Al contemplar aquellos primeros planos del toro desangrándose, la gente aplaudiendo y el torero luciéndose con un animal exiguo de fuerzas, por muy grandes que tuviera las astas, comprendí que jamás volvería a disfrutar cuando matan a un toro; a no encontrar divertimento ni belleza alguna viendo sufrir a un animal. Porque sufren. Les hacen sangre. Y para mí no hay excusa en eso de que los criaron para ello.
 Adoro y respeto la bravura de los toros, verlos correr, salir de los chiqueros, todo..., sin sangre.

Que el espectáculo que se celebra dentro de un coso taurino me recuerde a aquellos otros espectáculos que se celebraban dentro de un circo romano, sólo es culpa del cine. Sin la menor duda.


23 de Marzo de 1989

El lunes hizo un año que me operaron. Fue un día muy raro, lloré mucho y no sé por qué. Juan dice que hay días malos y ya está, pero no se acordaba del día que era. Me matan cada vez que alguien me pregunta cuando me voy a quedar embarazada, aunque desde que tengo a Alaskita creo que nunca sentiré el vacío por no tener hijos, o porque mi jardín no tenga flores, como dice una tía de Juan. Sólo me duele que no sepan que renuncié a ellos, no me gusta que piensen que esquivo el tema porque no puedo quedarme embarazada. De renunciar a no poder, hay una gran diferencia aunque el resultado venga a ser el mismo.

Si no fuera por la gatita. ¡Me hace tanta compañía!

Me río mucho con ella. Ayer, estaba acabando el puzzle - me quedan veinte fichas- y se subió encima de mí. Retiré el puzzle y cogí las pinzas para depilarme las cejas. Como no me dejaba, me puse a jugar con ella. ¡Nunca me había fijado en los bigotes tan largos que tiene! Sólo se me ocurrió arrancarle uno con las pinzas. Ni te preocupes que no se dejó. En cuanto sintió que estiraba del pelo me pegó un mordisco y arañó la mano y ya no quiso jugar en todo el día. ¡Si se tuviera que depilar las piernas!, eso le dije, menos mal que es sorda, claro que mis vecinos no lo son y como yo no paro de hablarle a voces...

Hay un antes y un después de lo que te estaba escribiendo. Se acaba de ir Sofía con su madre. Vinieron mientras te contaba las peripecias de mi gata, pero es mucho más interesante lo que te voy a contar ahora...

Que la niña está preciosa, te lo imaginaras, que en cuanto ha descubierto a Alaska se han hecho amigas inseparables, también, y que hoy por fin me he acordado de sacar las pastas que para cuando tuviera visita me trajo la abuela, eso te lo digo yo.
Mientras comíamos –yo sólo lo simulaba porque no me gustan- me ha contado que Candela... ¿Te acuerdas de Candela? Sí, la hermana mayor de Sofía. Bueno, que dice que Candi dio un concierto ayer. Ah, le he dicho yo, ¡No sabía que tocaba en la banda de música! No que va, me ha dicho, un concierto de los grandes, de violonchelo. Carajo, qué inculta me he sentido. Y tomando un sorbo de café -¡agarrando la taza y dejando el dedo meñique estirado!, por eso de arreglar mi incultura- he dicho, y  el concierto sería en..., En el Conservatorio de música, ha dicho rápidamente. Y como siempre acabo estropeando mis simulacros de intelectualidad, he soltado, ¡no jodas!

Menos mal que a la madre de Sofía le ha encantado mi exclamación porque se ha puesto gordísima, además, me conoce desde hace mucho. Luego me ha dicho que me encuentra muy bien, que ando mejor.
Todo el mundo dice eso y creo que es verdad, pero a mí cada vez me duelen más las rodillas. Siento que no aguantan mi peso y eso que estoy delgada..., no sé, es muy raro. Es que, al dar el paso las echo demasiado atrás, pero como siempre llevo faldas largas pues no se ve. Lo malo será cuando se vuelva a llevar la minifalda.
Pero... ya me preocuparé entonces ¿no? 

                                         ******
 
Aquella noche soñé algo que me tuvo muy inquieta.
A la mañana siguiente me levanté con una gran sensación de paz interior. No sabía por qué. Pasó un día más, y cuando acabe de dar clase y hacer la gimnasia, cogí cuartillas y me senté con la gatita a mi lado. Empecé a garabatear lo que recordaba del sueño, y me di cuenta que dentro de mí sólo había semillas. Rompí las hojas y en una nueva dejé que esas semillas florecieran. Y nació uno de los relatos que más me gustan... O el mejor.

                             - ¡Música Maestro! -

Hasta que encontró aquella pasajera solución, creyó volverse loco. Dentro de unos años... ya vería.

Cada noche cuando salía del teatro y llegaba a casa, ponía la manita de Yesco sobre el casset con la grabación del concierto que había dirigido esa noche. El pequeño estaba completamente dormido y así continuaba. Por el día visualizaba vídeos de sus actuaciones mientras Yesco jugaba con su mecano junto a él. Un enorme perro les miraba perezosamente desde la butaca más cómoda de toda la sala.
Hubo un tiempo en el que componía, pero dejó de hacerlo cuando le anunciaron la sordera de su hijo. Era un bebé de seis meses entonces. Sordera profunda, diagnosticaron. -¿Y la música? -pudo pensar al fin- ¿mi hijo nunca sabrá lo que es la música?

Yesco tenía cinco años y era inmensamente feliz, como cualquier niño rodeado de amor y ternura. Le gustaba jugar imitando a papá moviendo sus pequeños bracitos. Emitía débiles sonidos al reír que eran vitamina celestial para su familia. El pequeño no se separaba nunca de Guau, un perro amaestrado que le anunciaba los peligros que él no podía oír. Llevaban juntos dos años, se entendían a la perfección. Con U, cómo había aprendido a llamarle Yesco, le dejaban alejarse de los ojos de los mayores sin miedo a que le pasara nada. Pero esas escapadas sólo eran permitidas en la finca de los abuelos.
Por ello aquella mañana el chiquillo no dejaba de sonreír, mientras que con su naricilla apoyada en el cristal del coche de mamá, observaba a dos gigantes algodones blancos perseguirse por un cielo eternamente azul. U, recostado a su lado, apoyando la gran cabeza en sus piernecitas, olisqueaba con los ojos cerrados el aroma de la temprana primavera que se colaba por una ventana. Mamá sonreía a través del retrovisor mirando la felicidad, porque su hijo era eso si la felicidad existía. Las cuatro estaciones de Vivaldi envolvían un turismo rojo que engalanaba una solitaria carretera comarcal.

El abrazo a los abuelos fue fuerte y corto, no podía ser de otra forma estando la pequeña bicicleta en el garaje.
Yesco pedaleaba a golpe de ilusión por el sendero. U, a cappella, ladraba al aire corriendo a su lado. Los altos chopos se inclinaban a saludarle; vistosas mariposas danzaban ante sus ojos abandonando por un momento las flores de los almendros; el viento mesaba sus alborotados y suaves cabellos mientras la vida acariciaba su cara. De pronto, Yesco, se paró. U dejó de ladrar. El niño miró a su alrededor, al cielo. Las puntas de los altísimos chopos tenían ya hojas, jóvenes y tiernas hojas verdes. El suave viento las movía a la vez, de un lado hacía otro, hacia delante, hacia atrás, no paraban... Yesco no dejaba de mirarlas. Se movían todas a la vez... de un lado a otro, de un lado a otro... El niño se bajó de la bici e irguió su cuerpecito, echó la cabeza hacia atrás y emitiendo un leve ruido, comenzó a mover los brazos con su mirada clavada en las hojas que hacían cosquillas al cielo.
U, rompió el silencio, rompió el silencio con dos ladridos; dos ladridos, dos palabras: ¡Música Maestro!


Me emocioné mientras escribía el relato porque vi, oí, y sentí, el concierto de la vida dirigido por un niño sordo.
Era maravillosa esa capacidad de dejarte emocionar por tu imaginación; era rara la sensación de complaciente vanidad que conseguía al escribir; pero era más extraño saber que sin recurrir a la creación, grande o pequeña, buena o mala, mi realidad también me emocionaba, me complacía. No me hacía falta nada más.
Era demasiado bonito comprobar que era feliz en mi nueva vida, y darme cuenta, pese a todo y a todos, que mi marido también lo era.

Estábamos a punto de celebrar nuestro primer año de casados.

Un año juntos...

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