Claridad, la novela

martes, 14 de junio de 2016

1-IV


 Uno de los “médicos” que visité dio, sin ningún tipo de cuidado, a mis padres el diagnóstico. Un diagnóstico y una “profesionalidad” al comunicarlo que bien pudo hundir una joven familia.                        
Entramos en una consulta cualquiera, de una clínica cualquiera... y salimos de allí con el alma hecha jirones. Me mandaron a vestirme después del reconocimiento, lo que aprovechó el doctor para hablar en mi ausencia, como si aquello no tuviera que ver conmigo, como si fuera demasiado pequeña para entender sus palabras. Y aunque no supe lo que dijo, si adiviné que había partido el mundo de mis padres e intuía que el mío lo había hecho añicos. Pero a mí me dijeron que todo estaba bien.

Mamá dejó de cantar en casa. Lloraba mucho, no la veía llorar pero veía sus ojos... la tristeza en sus ojos. No sabía por qué pero intentaba restar importancia a esa tristeza.

Recuerdo que por entonces se abrieron las urnas en España, habíamos entrado en la tan mentada Democracia aunque a mí, en aquel momento, me importara dos narices.
Como el barrio se había inundado de carteles, la televisión de anuncios electorales, yo también quise ir a votar. Al menos miraría.
Había policías por todos los sitios.

Fui con la madre de una amiga, me encantaba estar con ella, adoraba su risa, su simpatía. Pero lo que más me gustaba era que, a pesar de tener cuatro hijos seguía siendo una niña. Delgada y guapísima. Así quería ser yo de mayor... y además andaluza, porque siempre cantaban.

Mientras hacíamos cola a la puerta del colegio, algunos vecinos me miraban y hablaban. Ella también se dio cuenta.

-May ¿ya os han dicho los médicos algo?
-A mí no.
-¿Y a tus padres?
-No lo sé Paqui, bueno... sé que sí, en casa están demasiado tristes y por más que pregunto dicen que estoy bien... ¡no soy tonta joder!
-No te preocupes cielo, no creo que sea nada malo, ¡si estas hecha un sol!

Paqui rodeó con su brazo mis hombros y juntas esperamos en la fila.
Fueron muchos los que me preguntaban a mí qué les pasaba a mis padres. Me decían que si de la espalda yo estaba peor, que si... Fue por aquella época cuando aprendí a responder “estoy mejor gracias”.

Después del verano continué mi particular vía crucis: las pruebas aumentaron. Y  una tarde de otoño, el neurólogo pronunció el nombre de una rara enfermedad, después me pidieron que esperara fuera de la consulta y él se quedó hablando con mis padres. Mientras estaba en el pasillo sentí que las sombras se alargaban, como el libro de Delibes que estaba leyendo y lo cerré de golpe. Había leído en los ojos de aquel doctor que alguien importante vendría a cenar conmigo, y ése alguien no era bueno.

A los pocos días, ese mismo neurólogo, examinó a mis hermanos comprobando que ellos estaban perfectamente... yo no. Nadie me decía lo que me pasaba, lo que significaba el nombre ese que había dicho el doctor; tenía que saber quién vendría a cenar y si se quedaría mucho.
Pero todos debían saber más que yo.

En el colegio, profesores y alumnas, empezaron a mirarme de otra forma, cambiaron su trato para conmigo. Se acabaron las burlas y chistes malos a mi costa. ¿Pero por qué? ¿Por qué ahora en la mirada de los demás veía pena? ¿Qué me estaba pasando?. Sí, ya había oído decir al Neurólogo el nombre de una extraña enfermedad, pero aquello no era para tanto... o ¿sí? Me empezaba a acordar de una preciosa niña del barrio que había muerto de leucemia...
Por fin me enteré de todo cuando me llevaron a la consulta privada del médico que había operado a mamá.
No, no me iba a morir. Tenía trece años y una vida por delante.

 
El doctor me examinó a conciencia ante los angustiados ojos de mis padres. Luego, los recuerdos son muy difusos y a la vez tremendamente claros. Aconsejaron que me saliera de la consulta, pero dijeron que daba igual que me quedara porque era demasiado cría y ni sentía ni padecía.

Empezaron a hablar.
El otro “médico” les había dicho a mis padres que fueran preparando mi ingreso en un centro de minusválidos, porque en un plazo de dos años yo... dejaría de andar, cogería una silla de ruedas.

Jamás he podido olvidar que me quedé petrificada, gritando interiormente que allí no hablaban de mí, que aquello era un mal sueño, que en cualquier momento me despertaría en mi cama e iría al colegio y me daría igual que me llamaran pato mareado... Pero  mientras yo hacía esfuerzos para despertarme del mal sueño comprobé que nunca había estado tan despierta. La conversación siguió.

Se volvió a nombrar esa rara enfermedad. El doctor dijo que en el caso de que fuera muy a más, quizás improbablemente a los 30 años cogería esa silla de ruedas. Recalcó que lo que más me convenía era llevar una vida lo más “normal” posible, moverme mucho, seguir con mi rehabilitación y utilizar mucho las manos.

Cuando llegamos a casa y aprovechando que mamá se fue a comprar y me quedé sola, entré al cuarto de baño. Llevaba un cojín en la mano. Me senté en un rincón y tapándome la boca con él me puse a gritar o a vomitar mi miedo borrando las palabras de aquel agorero privado. Así estuve hasta que volví a sentir gente por la casa. No podía llorar, delante de mi familia no, no debían sufrir más.

Desde que salimos de la consulta nadie había hablado. Un silencio denso se había cernido sobre nuestras cabezas, un silencio denso del que también se contagiaron Valeria y Pedro. Cenamos pronto. Después, poniendo la excusa de que tenía que estudiar, me fui a mi habitación. Me volví a sentar en un rincón rodeando mis piernas con los brazos y comencé a mecerme cadenciosamente a la vez que escuchaba a mi amado Miguel Bosé, que cantaba su Linda ”,  e intentaba detener las lágrimas que se habían desbocado en un torrente inmenso de confusión y miedo.

“Linda, agua de la fuente,
Linda, dulce e inocente... ”
 
A los pocos días busqué a hurtadillas entre los papeles de mis padres. Encontré mi diagnóstico. Por primera vez leí el nombre de mi enfermedad: ATAXIA DE FRIEDREICH, un poco más abajo ponía... degenerativa.

Sólo tenía trece años.
No entendí muy bien aquello, pero me grabé en el pecho con fuego helado, las palabras del doctor... “en el improbable caso de que vaya muy a más... cuando tenga treinta años...  dentro de treinta años... una vida por delante...
No pasa nada May, el Sr. Friedreich vendrá a cenar pero se irá antes de treinta años”.

1 comentario:

María Narro dijo...

Aquella Paqui es la madre de nuestro Pedro Solis. No se llamaba Paqui, pero sí es andaluza.