Claridad, la novela

miércoles, 22 de junio de 2016

2-II


Durante aquel caluroso verano, en el que me castigaban cada dos por tres ya que no estudiaba lo que debía para aprobar en Septiembre, a mamá no se le ocurrió otra cosa que comprar una mantelería para que la hiciera yo. En el colegio nos habían enseñado a hacer pequeñas labores, y la fatídica mantelería la hacían todas las chicas.

Me pasaba largas y tediosas tardes en las que apenas daba cinco puntadas. Me perdía soñando, oyendo las radio novelas que escuchaba mamá... Lucecita, Simplemente María..... y pinchándome a cada momento porque no estaba pendiente de lo que hacía, ni llevaba un artilugio -típico, creo- en no sé que dedo llamado dedal. Otras tardes me inventaba que me dolía la espalda y ni tocaba la aguja. Creo recordar que al acabar el verano me había hecho media servilleta y la mantelería tenía doce, más el mantel, claro.
Mas en Septiembre aprobé sin problemas la asignatura pendiente, me basto con estudiar un poco. Pero en cuanto comencé el último curso de los estudios primarios, volví a convertirme en la estudiante mediocre que siempre creí ser.

Un día en la hora del recreo unas compañeras hablaban de la píldora. Los métodos anticonceptivos se habían despenalizado en Abril de ese mismo año, y ese tema tenía un sabor especial para algunas jovencitas precoces, sin contar con que habiendo estado prohibido, todavía la palabra píldora iba unido irremediablemente a rebeldía, chica mal y pecado. Saber algo del asunto, aunque fuera de lejos, te daba cierta superioridad.
A mí era algo que no me interesaba, aparte de que yo asociaba las píldoras a las enfermedades y no me creía que por tomar eso no te quedaras embarazada, aunque yo, si alguna vez recurría a las píldoras, sería después de casarme. Llegaría virgen al matrimonio, por supuesto, como todas mis amigas.

Cuando terminé mis estudios primarios, rozando más el suspenso que el aprobado, y mientras paladeábamos el sabor de la recién estrenada Constitución (no sabía bien lo que era, pero la empecé a ver por todos los sitios: plaza de la Constitución, Avenida de la Constitución...) tuve que decidir que quería seguir estudiando. Todos lo tenían claro o por lo menos estudiarían BUP para poder luego elegir una carrera. Yo no tenía nada claro, el destino había empezado a jugar conmigo y no sabía lo que quería ser de mayor, a parte de madre. Nunca había pensado a que me dedicaría, ni nunca nadie me lo preguntó.
Paloma y mis amigas, se decidieron por Formación Profesional, la rama de administrativo, yo, debía ir con ellas, eran mis amigas, no tenía otras.
 
El colegio de señoritas en el que comencé mis nuevos estudios estaba situado en el centro de la ciudad. No era muy grande pero sí coqueto. Dos edificios de tres pisos cuyas paredes estaban pintadas de un ocre con adornos  blancos, hospedaban las aulas, una pequeña capilla en el bajo de uno, y un amplio salón de actos en el último piso del otro. Una verja negra delimitaba el colegio. El patio era minúsculo, con cuatro bancos de madera, dos jovencísimos chopos y varios rosales que circundaban un pequeño césped; una enorme canasta de baloncesto sobre el suelo de cemento.

Los primeros meses allí fueron casi perfectos; las asignaturas eran tan fáciles que apenas sin estudiar sacaba buena nota; en Inglés me puse en cabeza de toda la clase obteniendo la mejor puntuación; era nueva para muchas chicas y aunque algunas de mis antiguas compañeras estudiaban allí, me sentía una más; pero lo mejor, es que volví a hacer gimnasia por un tiempo con ellas y nadie se reía de mí; me sentía de maravilla cuando teníamos que correr, no contaba la velocidad sólo levantar mucho las rodillas; descubrí que era buena encestando canastas, aunque todo se complicaba a la hora de correr botando el balón, pero como el patio era demasiado pequeño nadie lo supo hasta que la profesora me pidió que fuera a entrenar para jugar al baloncesto. Y fui claro. No sabían nada, yo no lo había dicho ni mis padres habían ido por allí a parte de cuando me matricularon.
Era fácil disimular, sólo quería ser una chica más. De vez en cuando al caminar hacía pequeñas eses, como los borrachos, pero sólo de vez en cuando.
Una helada mañana de sábado  fui a entrenar a una cancha de baloncesto. Fue triste, muy triste, pero muy bonito; porque supe que me encantaba aquello, porque me sentí como una verdadera deportista, y porque cuando me caí, todos corrieron a por mí. No hubo risas. Al acabar el entrenamiento mientras yo miraba desde el banquillo calentándome las manos con el vaho que salía de mi boca, la profesora me dijo que volviera al sábado siguiente... si quería. No volví más, hacía demasiado frío y los sábados era el único día que no tenía que madrugar.
 
Casi estábamos en Navidad y preparábamos bailes regionales y un concurso de villancicos para la fiesta. Estaba bastante ilusionada y se me olvidó pronto lo del baloncesto. A la fiesta del colegio acudirían todos los padres, los míos también, aunque les había dicho que no me iba a enfadar porque faltaran.
Había aprendido a bailar la muñeira y dancé con mis compañeras al compás de las gaitas. Iba vestida de galleguita, una reluciente galleguita que comenzó a apagarse cuando vio, escondida detrás del telón, a sus padres conversando con la directora del colegio. Tan mal me sentía con el mundo, que ni me di cuenta  que ganamos el concurso de villancicos.

Durante aquellos meses empecé a entablar una relación de una simpatía increíble con dos chicas: Olga y Pili ¡Se reían conmigo!
Pero yo seguía con Paloma y mis amigas, y ellas seguían desconcertándome, confundiéndome, dándome la espalda cuando menos lo esperaba, si no se seguían burlando de mí en cuanto no opinaba, hacía o decía lo que ellas.

Fue un domingo, a la salida de misa, cuando de nuevo mis amigas me dejaron sola. Me senté en un banco de la plaza para hacer tiempo, recordar lo guapo que estaba Julio vestido de monaguillo, y cuando volviera a casa, poder decirle a mamá que habíamos ido a pasear por el centro de la ciudad.
Miraba tristemente a todo, sin comprender nada, cuando dos chicas se me acercaron:

-¿Te pasa algo? -preguntó una mientras se sentaba en el respaldo del banco. La otra comía pipas de pie.
-No... lo de siempre, bueno... en realidad no pasa nada -dije intentando sonreír.
-¿Quieres? -me dijo la de las pipas, haciendo ademán de ofrecerme y sentándose a mi lado.
-Vale

No sé si volvimos a hablar o sólo comimos pipas. Al despedirme me preguntaron si quería ir al cine por la tarde con ellas.

-¿Yo…? No sé, porque Paloma dijo... De acuerdo iré ¿a qué hora?
 
Y así conocí a Montse y Ana, y durante la primavera de 1980 unimos a la pandilla a Olga y Pili.
Montse, Ana, Olga y Pili, mis amigas, amigas de verdad, y sin saberlo por entonces, las artífices de que la ataxia de Fiedreich no me avanzara muy deprisa. Nunca, nunca me había sentido tan aceptada y apoyada. Me consideraban una más y así me empecé a considerar con ellas. Empezamos a salir los fines de semana, a hacer las cosas propias de quien ya había cumplido quince años. A reírnos a carcajada limpia de todo.
Con ellas aprendí lo maravilloso que es reírse CONTIGO no de TI.

Paloma, poco a poco se fue desentendiendo de mi vida y yo de la suya, y triste pero real, no la eché de menos jamás.

Con mis nuevas amigas andaba muchísimo, también salíamos algunas mañanas a correr cuando se dieron cuenta de que me venía bien y Montse supo que quería adelgazar. Pero éramos demasiado inconstantes, unas divertidas inconstantes que salían a correr y acababan en un banco al sol comiendo un enorme bollo de chocolate.
Nos colábamos en discotecas aún sin tener la edad; hacíamos guateques en los que ampliábamos la pandilla y jugábamos “a la escoba” donde siempre perdíamos las mismas; buscábamos mil excusas para dormir en casa las unas de las otras y poder pasarnos la noche hablando, riendo. Me olvidé por un tiempo de mi interior, estaba conociendo el exterior y me encantaba, pero no me olvidé de seguir emborronando cuartillas, aunque sí, menos cuartillas...
                            - El primer guateque -

... Llegaron media hora tarde, como siempre. No estaba Jaime ¡estaba tan nerviosa! Los chicos del último curso bailaban y pateaban fuertemente en el suelo, que venía a ser lo mismo, cantando a voz en grito: “ saca el güisqui cheli para el personal que vamo hacer un guateque, llévate el casete pa’ poder bailar como en una discoteque…”

-¡Nos echan ya veras! -decía una chica medio desesperada.
-Vamos a poner lentas a ver si se calman -dijo otra.
 
Martina observaba todo.
Era la primera fiesta a la que la dejaban asistir, su primer guateque. Se había puesto una preciosa faldita roja tableada que le tapaba poco más de sus prietos muslos, los mocasines nuevos con esos graciosos calcetines de diminutos flecos, y el niqui blanco, ese que tanto le gustaba porque le realzaba el pecho. Las largas trenzas habían desaparecido junto con las horquillas de colores, dejando su pelo suelto, adorablemente suelto. Una ligera capa de carmín cubría sus labios aún de niña.

Pusieron el indeleble “Only you”. Uno de los chicos del último curso, quizá el más discreto en su vestir: con unos pantalones amarillos de pata de elefante, camisa roja y patillas a la última (imitando a Curro Jiménez), se acercó a ella y le pidió que bailara con él. Martina jamás había bailado “agarrado”. Miró a sus amigas sin saber que hacer. Cuando estas dejaron de pegarle codazos envidiando su suerte, le dijo tímidamente: si quiero.
Salieron a la improvisada pista de un garaje en penumbra. El chaval colocó sus manos en la cintura de Martina, ella, de igual forma puso sus manos en la cintura de él. Al darse cuenta de las mal disimuladas risotadas de sus amigas, enlazó, por indicación de éstas, sus manos alrededor del cuello del chico. No sabía cuantos pisotones le dio ni cuantos recibió, pero lo que sí supo al mirarle cuando terminó la canción, era que no iba a invitarla de nuevo a bailar.
Pasó un buen rato sentada con sus piernas cruzadas moviendo rítmicamente un pie y sin poder dejar de rizar con sus largos dedos, un mechón de su cabello. El encargado del tocadiscos (que milagrosamente no era May -esa delgaducha morena-) se decidió a poner música más rapidita. Twist ¡Oh, el twist!

Martina salió a bailar, imposible no hacerlo. Luego, mientras tomaba un refresco junto a sus amigas, vio a Jaime. Tan alto, tan rubio, tan guapo, que el culo (perdón) se le hacía pepsicola. Sabía que aquella era su noche, por fin se iba a dar cuenta que existía. Y no se equivocó.
Cuando de nuevo pusieron lentas Jaime la sacó a bailar. La jovencita, presa de una emoción sin igual, se enlazó a su cuello casi, casi, para no caerse. Entonces, el apestoso olor a pachulí que emanaba de cada poro del cuerpo varonil tantas veces soñado, la hizo separarse un poco de él notando de esta forma su aliento caliente en el rincón secreto de su cuello, totalmente secreto para ella hasta aquel momento.

Si no hubiera sido por el olor a ajo que nacía de su aliento, el oleaje de nuevas sensaciones la  hubieran hecho marearse. Con la mezcla de olores se mareaba de igual manera. Intentó desprenderse de los brazos de “su príncipe” pero sus manos la asieron con más fuerza; una de ellas cuán tentáculo de calamar, empezó a moverse hasta llegar al nacimiento de sus pechos. El sonido seco de una contundente bofetada volvió a desentonar con la música, antes, se habían escuchado otras provenientes de distintos rincones de aquel mismo garaje.
La chiquilla salió corriendo al exterior. A la luz de la luna, contemplando el bello firmamento salpicado de estrellas, pensaba que realmente no se había perdido gran cosa...

¡Un momento!

Consultó su reloj. Si no se daba prisa en volver a casa se perdería su serie favorita: Starsky y Hutch… Tan altos, tan rubios, tan guapos, que el culo (perdón) se le hacía pepsicola.

 
Mis padres no pusieron ninguna objeción a que saliera más, porque además de gustarles mis amigas tanto o más que a mí, me veían animada y sabían que debía moverme, andar mucho.
Y es que disfrutaba de verdad, vivía, y mi entusiasmo se confundía con el de mis amigas. Siempre era fiesta. Al hablar por teléfono, al sentarnos en las escaleras del portal simplemente para estar juntas, al dar nuestra primera calada a un cigarro, al querer formar un grupo musical imitando a Tequila...
Al enamorarme por primera vez. Bueno por primera vez no, porque nací enamorada,  pero sí se enamoraron de mí por vez primera, al menos que yo supiera.
Le conocí en la Antorcha, una pequeña discoteca con avejentados sillones forrados de fieltro rojo que, rodeaban una pista alumbrada por una bola de colores. Un entrañable paraíso que frecuentábamos los domingos de siete a nueve. Un paraíso sólo para adolescentes.

Vivíamos para bailar. Cuando bailaba era una chica más, o mejor que muchas porque me gustaba y lo hacía bien. Eso le atrajo, luego, me conoció a mí.
No paró hasta que quise ser su chica ¡Yo!

Toño, que así se llamaba, fue muy importante en mi vida, porque además de adentrarme en el Universo de las caricias, de adentrarme en el arte de besar, o de disgustarme cuando se adentraba en mi blusa, me demostró que cualquier chico se podía enamorar de mí. Sí, de mí.
Sus besos y caricias estimularon  un espejismo de mujer que nacía, dejando a la niña atrás.
 
Aunque no era muy evidente mi enfermedad, mis amigos lo sabían. Pero no todo. Algunos sólo sabían que tenía la columna desviada y por ello, a veces, mi equilibrio fallaba.
 Toño sólo sabía eso, pero ni siquiera se daba cuenta de que su May tuviera algún “fallo”. Estábamos tan enamorados que levitábamos cuando se cruzaban nuestros ojos. Mis amigas nos envidiaban, acompañaban y tapaban ausencias ante mis padres. Una vez, Toño, tuvo un sueño muy raro: estaba relacionado con mi futuro y con las zapatillas, unas Jhon Smith rojas, que llevaba yo casi siempre, algo malo me pasaba pero no se acordaba de más.
Él no sabía nada o casi nada. Me quedé pasmada cuando me lo contó y con un dolor muy hondo que empezó a remitir cuando me abrazó diciéndome que los sueños no se cumplen. Esos no.
 
Sólo una vez pudo ir a buscarme a la salida de clase.
¡Me sentí tan importante cuando le vi esperando apoyado en la verja negra del colegio! ¡Me sentí tan... tan princesa por siempre, cuando quiso llevar mis libros! Aunque sólo me acompañó a casa, subí las escaleras corriendo sin rozar el suelo o posiblemente volando, no recuerdo bien.
 
Casi al finalizar el curso, cuando mis compañeras ya tenían más confianza conmigo, empezaron a preguntarme o decirme cosas que no quería entender, como si por no reparar en ello hubiera pasado.

-¿May, por qué andas así?

“¿Cómo? -pensaba yo- si ahora lo estoy haciendo bien”.

-¿Por qué te vas hacia los lados…?

Pero cuando más me fallaba el equilibrio era por la noche.

-¡Que graciosa eres! ¡Bailas cuando andas! ¿Toño no se ríe.
 
Esos pequeños comentarios, todavía exentos de maldad, eran enormes bofetadas que conseguían demoler el pequeño pedestal que en el aire me estaba construyendo. Sólo apoyándome en él, me sentía una chica más.

 

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