Claridad, la novela

martes, 28 de junio de 2016

Capitulo 4. - Mi mejor medicina... el amor.


Una fría tarde de últimos de Noviembre el hermano de una compañera, que echaba una partida de ajedrez conmigo en la cafetería del instituto, vino a buscarla. Estaba haciendo la mili, disfrutaba de un permiso, y acababa de bajarse del tren. Venía vestido de soldado y cuando entró en la cafetería su uniforme captó todas las miradas. Los hermanos se abrazaron y enseguida mi compañera se despidió de todos. El soldado nos miró para despedirse y al ver el tablero con una jugada a medias, se acercó y movió un caballo comiéndose mi reina, dijo que ya seguiríamos y me miró sonriendo antes de cerrar la puerta de la cafetería.

“Unos ojos verdes vestidos de soldado me acababan de hipnotizar”, al menos eso pensaba cuando me crucé con Luis por los pasillos al ir a clase de contabilidad.

A los dos días me lo presentaron en una discoteca. Se llamaba Juan. Congeniamos enseguida, pasamos toda la tarde juntos, hablando. Estaba a gusto en su compañía y él buscaba la mía sin ningún disimulo. Mientras bailábamos una canción lenta, el cerco de nuestra intimidad se estrechó y me besó. Me sorprendí respondiendo a su beso, sintiendo la seguridad que me transmitían sus fuertes brazos. Pasé una velada muy agradable. Mi incomodidad apareció al decir que le gustaría volver a verme.
No podía, no quería, al menos no así, aquello había estado muy bien pero mi corazón tenía dueño. Sabía que Andrés volvería y yo quería ser libre.

Pero en los siguientes días que vi a Juan me di cuenta que sus ojos me seguían poniendo nerviosa y eso no me gustaba; de alguna manera, aquellos ojos verdes, me impedían estar al mando de mis emociones. Al poco tiempo se fue. Tenía que realizar unos tramites para licenciarse del servicio militar, y yo me sentí aliviada con su ausencia.
El curso lo llevaba a trancas y barrancas. Suspendía más que aprobaba, pero no me importaba. Vivía pendiente de si me iba a tocar cruzar sola la carretera que separaba la parada de autobús del instituto, de llegar la última a clase y de irme la última para que no me viera nadie andar cuando tenía que ir sola... Me escondía, así no se metían conmigo.

Unos amigos que vivían cerca de mi casa, se habían ofrecido a acercarme al instituto en coche. No acepté su ayuda y mucho menos fui capaz de pedírsela a nadie. Estaba envuelta en una pesadilla que no me dejaba ser yo, que me impedía crecer, ya no para aceptar lo que me estaba ocurriendo, sino para haber podido tomar la ayuda que desinteresadamente me ofrecían; una única luz en mi vida, Andrés y los fines de semana junto a mis amigas. Algunas trabajaban ya, yo... no podía.

¿Qué iba hacer si dejaba de “estudiar”?, sólo de pensarlo el corazón se me encogía.

En mi casa durante la comida cada vez se hablaba más de Minerva, una chica coja del barrio. No quería darme cuenta del porqué. Si no era papá era mamá quien la mencionaba.
Los padres de Minerva habían montado una pequeña peluquería, y ella se defendía con el negocio a las mil maravillas. Había estudiado en el mismo instituto de Formación Profesional al que yo iba. Según papá, ella era capaz de comerse el mundo, alguien que admirar, un ejemplo que seguir.
Me ponía muy nerviosa y de muy mala leche oírles hablar de esa chica coja. Removía la comida de mi plato hasta llegar a marearla.

-Bueno y al final ¿me compras los vaqueros nuevos para Reyes o no?-solía cortar la conversación de la forma más tonta posible, cuando no me levantaba con una urgencia irresistible de ir al baño.

Durante las vacaciones de Navidad de nuevo me encontré con Andrés en la misma discoteca donde le conocí. Notó que no era bienvenido ante mi grupo y me invitó a un café. Antes de irme con él, tras sus pasos, siguiendo la inequívoca fragancia de la pasión; miré a mi hermana que a veces salía con nosotras. Valeria me pedía que no cometiera el mismo error. Comprendí el lenguaje de sus ojos y ella el de los míos: ahora soy feliz.
 
Tenía depresiones internas causadas por su rebeldía ante la sociedad. Se consideraba incapaz de mantener una relación sentimental durante mucho tiempo, no quería atarse pero tampoco podía vivir lejos de mí...
Andrés hablaba mientras me taladraba con sus ojos negros, y sus largos dedos acariciaban el dorso de mi mano izquierda transmitiéndome, a través de sus yemas, el latir de la nostalgia. Estaba más delgado. Sus oscuros rizos habían desaparecido, llevaba el pelo muy corto, pero aún estaba más guapo.

-Te encuentro muy bien ¿Cómo llevas los estudios?-preguntó.

-Sin problemas -dije intentando sonar lo más convincente posible, al mismo tiempo mis ojos escapaban del examen de los suyos mostrando un súbito interés por nuestro vecino de mesa a quien ni siquiera veía.

Luego, vagando por la ciudad y recibiendo la noche mientras sentía su mano en mi cintura, las estrellas de la Navidad se colgaron de mi pelo. Nos sentamos en un viejo banco, bajo un roble desnudo, pintado con restos de nieve, y aunque empezaba a helar, no sentíamos el frío. Un claro de luna nos circundaba. Se desabrochó el abrigo y me resguardó junto a su pecho. Protesté débilmente, pero su calor me embriagó; el anhelado aroma de su piel anuló y sedujo un océano de dudas y sensateces; la pasión, la soledad, el amor, el reír, llorar, desear... un maremoto de sensaciones encontradas amenazó con estallar dentro de mí, y le abracé con furia e infinita ternura. Sus manos me arropaban. Y todo comenzó a arder.

Caper diem.
El día de los santos inocentes Andrés desapareció y yo volví a las tinieblas. Pero quisiera o no, aquellas conocidas tinieblas rebosaban de oscura claridad porque sabía que volvería. Y aunque me sentía la mujer más desgraciada del mundo, no quería ver ni oír a nadie pidiéndome que le olvidara de una vez, que lo intentara, que le impidiera seguir jugando conmigo. Decían que yo merecía más, un hombre legal, un hombre de verdad.

Mas en mi vida ya había un hombre de verdad, y yo sólo le quería a él. El amor es ciego; es imposible que dé en la diana, decía Shakespeare.
Pero amar es vivir, decía yo. 

Pasé mi primer cotillón para recibir el nuevo año disfrazada con la alegría de mis amigas, y sintiendo que me mordían las entrañas cada vez que veía a una pareja besándose. Abusé con descaro del champán. Al rayar el alba, aún en plena borrachera, me tuvieron que llevar a casa. Pero casi nadie se dio cuenta de que estaba borracha, creyeron que estaba “así” por la enfermedad, hasta mis padres lo creyeron, y yo... yo sólo quería dormir.

Antes, media hora antes de que llegara 1984, había escrito en mi diario escondida en mi habitación:

Viernes 31 de Diciembre
Falta media hora para comernos las uvas. ¿Sabes? el abuelo ha dicho que, al que hiciera el pino en la alfombra le daba mil pelas ¡Nunca se va a dar cuenta que ya somos mayores! El dinero se lo ha llevado Valeria, claro. Pedro no le ha hecho ni caso, estaba hablando por teléfono con su nueva novia, y yo pienso... que mi abuelo jamás va a admitir lo que me está pasando.

Andrés no ha llamado. Pensaba que hoy... como me dejan salir esta noche... Debo olvidarle debo olvidarle...,  tal vez tengan razón y he de buscar otro porque él no es estático o estable o sincero... porque dicen que un amor con  otro se cura, porque... la tristeza me está matando.
Duele.
Mucho.
¡Es  todo tan difícil  coño!
Sólo quiero que me quieran de verdad, no por un rato. Poder sentir que me aman, poder entregar todo lo que llevo dentro sin miedo a que me dejen de nuevo... No sé por qué la vida me ha castigado así, ¡no lo entiendo! A veces es que...  no puedo más, siento que es muy duro vivir, al menos si no estuviera sola, si de verdad me quisieran, si pudiera sacar todo el amor que llevo dentro, seguro que no me enfadaría ni lloraría tanto. Sería hasta más fácil llegar a curarme, ser una mujer más..., es que es que... de verdad que no quiero, pero a veces... ¿Por qué coños me pasa esto a mí? ¿Qué hice mal?
Andrés se ha marchado porque estoy enferma.
Si existe el amor, llévame hacia él... ¡escúchame por favor! no dejes que me hagan más daño...
¿Tú crees que alguien me va a querer así?
No estoy llorando, sólo siento rabia y no sé contra quién.
Sé que estás ahí, sé que hay muchas desgracias en la vida, sé que recurro mucho a ti (¡soy pesada!, lo dice todo el mundo) sólo te pido que te acuerdes de mí...

                                        ******

Escribía, mientras que con mi mano izquierda apretaba un pequeño y gastado crucifijo, y oía a Valeria chillar desde el salón diciéndome que faltaban cinco minutos para las campanadas de fin de año.

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