Claridad, la novela

viernes, 9 de septiembre de 2016

4. - Haciendo el pino



“El trabajo es una obligación hija de la necesidad, mientras que la actividad es el ejercicio alegre del deseo”, eso al menos dice el escritor y filósofo Fernando Savater en su libro ‘Mira por dónde’. Y yo estoy plenamente de acuerdo.
Hace tiempo que supe que mi tratamiento es mi trabajo, y toda la actividad que me rodea es lo que me ayuda a solazarme casi tocando la felicidad; a derretirme mientras escribo escuchando ‘Eye in the Sky’, o, a agobiarme cuando no me siento capaz de seguir.
En definitiva, la actividad me ayuda a vivir pero para poder vivir tengo que trabajar. ¡Vaya! Parece que como todos, quizás no soy tan diferente ni ciudadano de segunda categoría, ni leches. En fin, reconoceré que en mi caso el sentido de la frase es demasiado singular.

¡Cuántas vueltas da la vida!
Parece como si alguna vez hubiera andado con las manos y pensado con los pies. Al menos yo me siento así cuando recuerdo que hubo una época en la que no quería saber nada de la Integración laboral de los discapacitados, y ahora, pertenezco a la Junta Directiva que está al frente de un Centro Especial de Empleo -C.E.E.-.

Pero ¿qué es un C.E.E.?

Echando mano de mi traje inteligente -casi sin estrenar- tenemos que: la ley de Integración Social del Minusválido del año 1982 ( la LISMI) define, en su articulo 42.1, a los C.E.E. “como aquellos cuyo objeto principal sea el de realizar un trabajo productivo, participando regularmente en las operaciones del mercado, y teniendo como finalidad el asegurar un empleo remunerado y la prestación de un servicio de ajuste personal y social que requieren sus trabajadores minusválidos; a la vez que sea un medio de integración del mayor número de minusválidos al régimen de trabajo normal”.

En fin...
Dejando las leyes a un lado y subiéndome las medias de la inteligencia -se han caído un poquito-, diré que un C.E.E. es una empresa que tiene entre sus objetivos la reinserción laboral de trabajadores discapacitados con todo tipo de minusvalías. Empresa sin ánimo de lucro, importantísimo.
Nosotros, Aprodisfis, somos una Asociación de discapacitados que tenemos un C.E.E. Debido al crecimiento de éste consideramos que debíamos separarlos. Al mando del Centro hay un Director Gerente, y llevando la asociación hay un Asistente Social, pero por encima de ambos, existe una Junta Directiva que coordina y dirige lo mejor que puede tanto la Asociación como el C.E.E.

La Junta Directiva la componemos ocho personas, discapacitados o familiares, pero socios de Aprodifis. Ninguno, absolutamente ningún miembro de la Junta cobra un duro, céntimo o euro, por pertenecer a ella. Estamos allí por nuestras creencias o principios, y porque deseamos acercar a la realidad la “utópica” integración de las personas diferentes, tanto laboral como socialmente.
Creo que hablo por todos.
Pero volvamos a nuestro C.E.E., empezó proporcionando trabajo a casi una docena de discapacitados -servicios de limpieza y megafonía- allá por el noventa y ocho. Firme y seguramente fue creciendo hasta llegar al 17 de Julio del 2002, que daba trabajo a ciento quince personas discapacitadas -quioscos, aparcamientos vigilados, tiendas y dos naves Industriales-.

Aquel día don José Bono inauguró las naves.
Dos años antes y para orgullo de la Junta Directiva y sobre todo del artífice de tan descomunal crecimiento laboral, el Director Gerente, las cortes de Castilla-la Mancha nos concedieron la Placa de Reconocimiento al Mérito Regional.
Y a Toledo, ciudad de las tres culturas, un soleado día de primeros de Septiembre, fuimos parte de la Junta Directiva, acompañantes, y por supuesto el Director Gerente, a por la condecoración del C.E.E.

Todo eran sonrisas y nervios aquella mañana en la enorme furgoneta. Nos dirigíamos a una ciudad medieval, así la veía siempre que íbamos y me olvidaba de lo mal que se mueve una silla de ruedas por sus calles empedradas. Aún contando la ciudad con un hospital de parapléjicos la accesibilidad es nula, pero claro, el casco antiguo dejaría de serlo si la supresión de barreras metiera la mano, quizá sus calles perderían ese eco de misticismo que las envuelve, por lo que imagino que tiene que ser así. Menos mal que al menos, ese día, no me dolía la espalda.

Me puse las gafas de sol y seguí mirando el paisaje. Los demás estaban pendientes de la conversación que se desarrollaba en los primeros asientos del vehículo, yo no la podía seguir pero no importaba. Los discursos, entrega de medallas y un pequeño concierto, tendrían lugar en la Iglesia de Santo Tomé, luego nos ofrecerían un vino y algo de comer. Habían dicho que la jornada sería muy pesada. Imposible. Aquello del vino y comida me sonaba a fiesta medieval; con caballeros, damas, príncipes y reyes, judíos, moros y cristianos; juegos medievales, torneos, estandartes ondeando al viento, brindis, más vino, un cerdo manchado de grasa que hay que coger...  “¡May!, no, no, no, hoy seria, muy seria que llevas traje y tienes que estar lúcida, saludar al señor Bono y a los demás políticos. No puedes ser el bufón. Y deja de imaginarte haciendo una reverencia al Presidente porque sólo le tienes que dar la mano...”

-¿De qué te ríes? -me preguntó Juan.

-De nada, de nada, ¿y ésos de qué hablan? -le dije mientras me abrazaba a su brazo.

-De un cuadro famoso que hay en la Iglesia.

-Ah sí, ‘El entierro del Conde Orgaz ’ del Greco, creo. Ya llegamos ¿no?

Toledo, a orillas del Tajo, Patrimonio de la humanidad, rezuma leyenda.
Según nos acercábamos, su casco histórico se asemejaba a una ilustración de un libro de caballería (¡lo qué hubiera disfrutado D. Quijote por aquí!). Torreones, almenas, murallas, el Alcázar...

-¡A del castillo! Abran la muralla que es tarde y no tenemos ni idea de dónde está la Iglesia de Santo Tomé.

Entre bromas y calles empinadas la furgoneta llegó a su destino.
El acceso a la Iglesia no fue muy difícil, máxime llevando conmigo al trota-escaleras con ruedas por excelencia: mi marido. Nos colocaron en unas tarimas que habían situado al lado del Altar. Allí estábamos todos los premiados, aunque gracias a Dios, no todos dirían un discurso de agradecimiento y menos que nadie yo que no sé hablar en público. Había mucha gente, también estaban las cámaras de televisión, el acto estaba a punto de empezar pero el Presidente de Castilla-la Mancha no estaba por ningún sitio.
Nos entregaron un montón de papeles y el acto comenzó. Éramos más de una docena los premiados, nuestro discurso lo diría la presidenta, Josefina S.

-Me acaba de enchufar la cámara -le dije muy bajito a Juan que estaba sentado a mi lado.

-Shsssssst

Cuatro discursos de media hora más tarde...

-El Bono no ha venido

-Shssssssssst, me voy fuera a fumarme un cigarro

-¡Y yo!

-Tú no te puedes mover de aquí

Estaba rodeada de sillas plegables de madera, todas ocupadas, unos atendiendo, otros abanicándose, y alguno durmiendo. Dos discursos más tarde y mientras hacía imposibles por no bostezar, volvió Juan.

-Estaba en la puerta, acaba de llegar el Bono rodeado de escoltas

-Tú imagina que en vez de rodeado de escoltas hace su “entrada” entre Moros y Cristianos, y que éstos, en vez de lanzas y espadas llevan un trabuco escondido debajo de la chaqueta del traje de hilo gris marengo...

-Shsssssssst, ¡ahí está!

Don José Bono avanzó sobre la alfombra roja colocada en el pasillo. Se sentó al lado del Altar.

-¿Crees que se acordara de mí? Desde aquí se le ve muy pequeño.

Las cámaras de televisión de nuevo empezaron a funcionar. Había que dejar de sonreír e imaginar. Cinco discursos más tarde llegó nuestro turno. ¡Por fin!. Y después de aplaudir a rabiar, en el siguiente y último discurso no pude evitar empezar a bostezar a lo grande.
Me tapaba con los papeles, pero tenía hambre, apenas entendía lo que decían y me aburría. Yo no oía bien, pero no era la única en aburrirme. Menos mal que ya... Pues no. Quedaba por hablar el Presidente. Y le odié, sí, sí. Le odié, con todas mis vísceras que gruñían de hambre, durante aquella hora con sesenta minutos exactos que duró su discurso. Y al finalizar le ovacioné con algún bravo, por acabar.

-Venga vámonos

-Queda el concierto -me dijo José

-¿Se puede fumar?

Lamenté no saborear la actuación del Tenor y la Soprano como hubiera debido, pero tan sólo bostecé sin remilgos una vez -abrir la boca es muy contagioso-. Casi todos se habían ido a fumar, hasta los que no fumaban.

Siguiendo las indicaciones recorrimos laberintos de pasillos que nos llevaron a un vetusto patio interior, no muy grande, empedrado y circundado por columnas de piedra que sostenían un pequeño tejado. Había muchísima gente vestida con sus mejores galas. Entre ellos circulaban camareros que tan pronto llevaban una bandeja llena como vacía. Alguien de nuestro grupo gritó:

-¡El presidente de la Diputación!

Y todos volaron a saludarle. Alcé los hombros mirando a Juan y nos fuimos a buscar una sombra hasta ver pasar una bandeja llena.

-¿Por qué no has querido saludar al Bono?-me preguntó cuando por fin encontramos un espacio sin sol.

-Sí que quería, pero había que guardar una cola como si fueras a entregar la carta a los Reyes Magos...

-¿Un vino?-preguntó un camarero agachando la bandeja a mi altura.

-No gracias, no me gusta.

-Un día es un día -dijo mi marido cogiendo dos copas.

Una vez que fui visible para ése camarero, me vieron todos; entre risas y con la boca llena le preguntaba a Juan que si tenía cara de hambre. Mi silla de ruedas les atraía como un imán.
Comí tanto que me atreví con un segundo vino.
La gente empezaba a desaparecer cuando volvimos a ver a nuestro grupo. Deseaban ir a comer pues eran las cuatro. Me pregunté qué diablos habíamos hecho hasta entonces.
Nos fuimos sin ver el famoso cuadro del Greco.

Comeríamos cerca de la Catedral por lo que algunos miembros de la comitiva decidimos no usar la furgoneta para llegar hasta allí. Parados en el escaparate de una tienda de antigüedades, esperábamos a los caminantes rezagados (lo lento hubiera sido subir la calle empujando la silla).
Juan entró a curiosear y yo sujeté las ruedas con las manos además de echar los frenos. La calle era muy empinada. Cuando el grupo nos alcanzó intenté girarme para hablar con ellos, pero mi silla se me escapó de las manos. Poco, porque Juan salía en ese momento de la tienda. Y ocurrió lo más increíble y apoteósicamente histórico que le pueda pasar a un ser humano:
Alfonso X el sabio convertido en el Cid Campeador -en el reino de la imaginación no hay distancias- se interpuso en mi camino cuando mi marido agarró la silla desviándola de la cuesta abajo. Don Rodrigo Díaz de Vivar me salvó ¡Se podía pedir más romanticismo! Porque tuvo que ser él y no el enorme maniquí de hojalata que estaba en el umbral de la tienda de antigüedades.

Del choque contra la armadura, el ingente estruendo que siguió cuando se derrumbaba y la vergüenza que pasé, no recuerdo nada porque sólo le rocé un pie.

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