Claridad, la novela

jueves, 21 de julio de 2016

10-II


Un nuevo año se iba y las dificultades para entender lo que decían por teléfono se hacían visibles, también aparecían las primeras personas que no entendían lo que decía yo. ¿Si estaba siempre sola en casa y nadie más lo usaba, cómo no pensar que el teléfono estaba estropeado?
El técnico lo había revisado.
No encontró ningún problema.

A veces, me imaginaba a la Ataxia de Friedreich, a ése señor que había venido a cenar sin que nadie le invitara, como un monstruo enorme, deforme, de un verde oscuro casi negro. Siempre al acecho. Esperando. Vigilando. Tendía sus largos y huesudos dedos hacia mí. Yo sólo tenía que aprender a vivir con aquel horripilante ser. Era ardua, casi imposible, la tarea de despistar a la enfermedad que se había convertido en mi sombra, pero yo era demasiado bruta, o simplemente rebelde, o sólo una eterna enamorada de la vida, y no me daba la gana dejar de sonreír al aire porque dijeran que estaba enferma, o porque aquella nauseabunda criatura siguiera mis pasos siempre.

¿Cuántos seres humanos se sienten minusválidos sin serlo?

¿Y cuántos seres humanos nunca se sentirán minusválidos siéndolo?
Sólo eres lo que sientas que eres.

El rey de la cocina nocturna pasó a ser Juan, chef inigualable, y a mí, los hados del destino me habían reservado un papel secundario pero de vital importancia dentro del reino de las cacerolas y sartenes: el hada friega platos. Fuimos aceptando de buen grado nuestros nuevos papeles debido a la seguridad que nos proporcionaba.

Debía tener mucho cuidado evitando caídas. Tenía demasiados trucos, sillas, muebles y paredes, en las que me apoyaba y desenvolvía perfectamente, aunque era muy raro pasar largas temporadas sin algún primoroso y reluciente cardenal. Lo que sí empecé a suprimir, fueron mis labores culinarias durante el día. Si no tenía más remedio que cocinar, lo hacía rodeada de precauciones. Pero casi siempre mi madre me acercaba la comida que yo sólo debía calentar. Y por la noche mi rey subía al trono. Y yo me dedicaba a realizar mi papel a conciencia.

Los problemas de coordinación son un síntoma ineludible de la ataxia. Los ejercicios para no perderla o hacerlo lo más lentamente posible, también.

Resultaba cómico pasarme cinco minutos en el gimnasio llevando la punta del dedo índice a la punta de mi nariz. Cómico pero importante. Más gratificante me resultaba corregir los ejercicios de inglés de mis alumnos, empezar un segundo puzzle después de haber enmarcado el primero,  jugar al ajedrez, a la pelota, ponerme a escribir, o servirle la comida a mi gatita. Todo, menos que me avergonzaran los problemas de coordinación en las manos y las dejara de usar.
Por entonces no sospeché algunas cosas que me hubieran podido ayudar, entre otros motivos porque no soy Dios, pero si supe, muy tempranamente, que los músculos que dejara de usar se iban a atrofiar. Nunca de un día para otro, a no ser que tuviera un accidente.

Una noche, en la que abrazada a Juan mirábamos la tele mientras la pequeña Alaska dormía hecha un ovillo encima de los dos, la desolación más atroz se coló en mi alma. Veíamos un programa de Iñaki Gabilondo. Alguien pedía que le ayudaran a morir. Apenas prestaba atención porque me estaba durmiendo, pero todo el sueño del mundo despareció cuando la cámara mostró a quién se quería suicidar y no podía.

Al ver a una mujer, joven y guapa, en silla de ruedas mirándome a los ojos, pidiendo que la ayudara a morir de verdad porque estaba muerta sobre aquella silla, y ahí no había vida de ningún tipo, me quedé petrificada y apenas sin voz le pedí a Juan que me soltara de su abrazo. Ambos mirábamos hipnotizados la televisión. Con todo lujo de detalles el programa relató la vida de una prometedora actriz que había sufrido un accidente quedándose tetrapléjica. Siguió relatando el cambio tan brutal de vida de la joven sin omitir pormenor alguno...

Mi mente sólo captaba el grito de sus ojos, su súplica: en una silla de ruedas no hay vida, ayúdame a morir...

No me di cuenta que lloraba, ni que mi marido me apretaba contra su pecho... ni de que maldiciendo había apagado la televisión. Sólo veía aquellos ojos dentro de mí.

Un calmante me ayudó a dormir, Juan a olvidar lo que silenciosa e inexorablemente se iba acercando.
Del morbo, sensacionalismo, autocompasión, agallas, rendirse, lucha y audiencias... todavía no sabía nada.
Algunos años después conocí en persona a aquella mujer. Y poco a poco me di cuenta que no me interesaba su amistad, tampoco me la ofreció desde su torreón derruido de estrella; ni yo le conté jamás... lo que por ella sufrí.


15 de Marzo de 1990

Lo mejor de tener el brazo escayolado, además de que Valeria esté todo el día conmigo, es aprender a escribir con la mano izquierda. Por lo menos se entiende lo que pongo. Comer sigue siendo un show, sobre todo cuando hay sopa. Nunca te das cuenta de lo valioso hasta que no lo tienes.

Me caí hace una semana, con tan buena suerte que me disloqué el codo derecho. Menos mal que estaba Juan en casa. Fue horrible verme el codo fuera de lugar. Del dolor no me acuerdo porque me desmayé. Pero me desmayé una vez más cuando en urgencias contaron tres para poner el codo en su sitio. Después me escayolaron todo el brazo y tengo que llevarlo en cabestrillo quince días.

No duele, pero es muy incómodo y me pica mucho.

Durante estos días no doy Inglés y las tardes se hacen eternas cuando Valeria se pone a estudiar. Ahora está estudiando y Alaska encerrada en el cuarto de baño. Tengo la hermana más valiente del mundo... ¿Cómo le puede dar miedo mi gatita?

Ah, no te había contado que empecé a ampliar mis estudios de Inglés hace unos meses (propósitos del nuevo año). Un curso a distancia del planeta agustini, o cómo se diga. Los libros o cuadernillos se me dan fenomenal, lo malo son las cintas. No entiendo casi lo que dicen y me pongo muy nerviosa. Creo que lo voy a dejar porque me conviene más moverme que pasarme toda una tarde sentada, primero dando clase y luego con los codos hincados en la mesa`.
Con la mano izquierda escribo muy mal. Ya sabes: gato con guantes... no pone borrones, pero yo sí. Mejor te cuento más cosas otro día.

                                        ******

Huía, y no quería darme cuenta que no oía bien, pero en la revisión de Neurología cuando de nuevo, como el año anterior, me dijeron que tendría que verme el cardiólogo y yo con cara de susto pregunté que por qué y me dijeron que sólo por precaución, me armé de valor y conté los problemas que tenía con el teléfono. Me mandaron al Otorrino. Yo pensaba que sólo tendría tapones, como otras veces después de un catarro...

Me hicieron muchas pruebas que llegaron a confirmar que tenía problemas de audición.
Agudos, dijeron.
No había solución.

Los audífonos no me ayudarían o no lo creían. Tampoco había operación. Parecían decir que los problemas irían a más, que quizá me quedaría sorda.

¿Estaban locos o la loca era yo?

Una cosa era que no entendiera bien lo que me decían por teléfono, y otra muy distinta que me estuviera quedando sorda.

Cogimos todos los papeles que nos dieron y nos fuimos.

Sentada  en unos asientos de plástico duro, cabizbaja, y tragándome lágrimas que no entendía, esperaba que le dieran cita a mi madre para la próxima revisión.
Dentro de un año. 

Por la noche, mientras Juan dormía, me levanté a hablar con las estrellas. Miraba a una bella y triste luna. Estaba bloqueada. Encendí una pequeña lámpara y me senté mirándome las manos. Vacías. Espantosamente blancas. “Si ayer estaba viva y oía, no sé por qué ésta mañana he dejado que me mataran y dejaran sorda”. La bocina a deshoras de un coche empujó ese mensaje hacia mi mente. Seguía viva porque me empezaba a doler una muela que tenía picada, y seguía oyendo igual que antes de meterme en esa jaula de pitidos. Mi familia, los chicos de clase, Mini o quién fuera, no me hablaban bajito ni en susurros, pero nadie me voceaba ¿Por qué decían que apenas oía? Que la tía Ángela no me entendiera anoche cuando llamó por teléfono es asunto de ella, yo tampoco la entendí pero a mi voz no le pasa nada, Juan dijo hace mucho que es algo peculiar, nada más. ¿Tendrá algo que ver mi voz con lo de los oídos?... ¡Y a mí qué leches me importa si hablo perfectamente! ¿Y por qué narices pienso yo todo esto si el teléfono casi no lo uso? El fin del mundo sería si yo fuera telefonista ¡Coño, May, piensa! También dijeron que a los dieciséis años cogería una silla de ruedas y tengo veinticinco y sigo andando aunque me duelan las piernas. Una bata blanca no convierte a nadie en Dios`.
Un bostezo y la gatita mirándome desde el suelo, me recordaron que era hora de dormir. Volví a mirar a las estrellas que titilaban vigilando la noche caótica, y les di las gracias por escuchar a mi alma y no dejar que me volviera loca. La luna parpadeó confiada, no tenía más opción que seguir brillando. Apagué la lámpara. Volví a la cama y me abracé a mi marido que se había despertado, él sabía que debía dejarme espacio para poder plantarle cara a aquella nueva sentencia del destino, tan sólo, tan mucho, me había dicho que me quería.

Que seguía más viva que nunca, lo averigüé entre sus brazos.

Poco antes de nuestro segundo aniversario de boda, una de mis primas tuvo su primer hijo. Acompañada de papá fui a verla.
Alborozada y encantada con aquella primita nueva entre los brazos, un velo de tristeza se empeñaba en nublar mi corazón. La madre estaba radiante y el padre orgulloso. Me emocioné cuando mi prima amamantaba a la niñita...
Volví a casa, agarrada al brazo de papá, un poco triste. La gatita saltó de su cojín al vernos entrar por la puerta. Me senté a ver la tele y Alaska se subió a mis piernas. La acariciaba cada vez que veía un anuncio de bebé ¡Cuántos pañales! Nunca me había dado cuenta de que mearan y cagaran tanto.

Después de cenar busqué una novelita rosa para olvidarme del mundo. No tenía nuevas. El libro que había sobre la mesa de cristal, ‘Un mundo feliz‘ de Huxley, ya lo había terminado y no deseaba comenzar nada que no fuera rápido de leer. Intranquila y fumando un cigarrillo tras otro, empecé a ver la televisión. Con suerte me dormiría, pero pasaban una película futurista y me llamaban demasiado la atención esos extravagantes seres mutantes, y como los entendía tan poco, decidí soñar por mi cuenta.  Dejando el tabaco a un lado mientras supervisaba la película, me coloqué en la Galaxia de los sueños, porque a mí el cine me hacía soñar, sobre todo cuando la realidad emanaba su tosco perfume de injusticia. Cogí un bolígrafo y cuartillas, doble mis piernas como un moro, y poniendo un cojín sobre ellas me puse a escribir...

                                 - Desde las estrellas -

Osa mayor. Año 3004.

-Mami ¿por qué lloras?-, -No, cariño, no lloro sólo me brillan los ojos. ¡Mira lo que he encontrado!-, -¿Qué es eso, mami?- , -Ven, siéntate junto a mí, quiero enseñarte estas viejas cartas de tu padre-, -¿De mi papá? -, - Sí, mi amor, de tu papá. Escucha, ésta fue la última -.

Mi amada Atenea; nunca creí que pudiera encontrar mi alma gemela fuera de Centauro. La primera vez que te vi creí que eras alguien corriente. Te fui conociendo y la belleza de tu alma me desbordó. Sé que lo que hago es pecado, va contra las leyes pero yo te siento. Hace tiempo que me negué a seguir vacunándome, por eso contigo, supe lo que es la ternura, la emoción, la pasión... el amor. Mi dulce Atenea, quiero darte un hijo; me estoy muriendo, siento demasiado. Pero esta muerte que se aproxima no me inspira ningún terror, al contrario, la anhelo como anhelo tu presencia a mi lado. Mi esperma ha sido congelado, pronto llegará a vuestra nave, estoy muy cansado, necesito dormir. Te siento muy dentro.

Desde la eternidad, el amor que espera mover siempre tu alma, Risko 24.
 
Risko 25 bostezó por tercera vez. –Mami, no entiendo nada -. Atenea abrazaba a su pequeño. -No tienes nada que entender, sólo que tú papá desde algún lugar de las estrellas siempre velará por ti...  y por mí-. La acompasada respiración del niño le indicó que se había quedado dormido. En aquel momento Atenea sintió la urgente necesidad de contestar aquella carta.

Mi indeleble Risko; han pasado siete años. Te he sentido cada minuto de este tiempo y aunque soy consciente de que estoy pecando, me oculto de todo y todos para no sentirme culpable. Las leyes dicen que sentir trae demasiadas desgracias, que hubo un tiempo en que esos sentires sólo conducían a miserias, y después guerras, odios, vanidades, egoísmos... Pero se olvidaron de que esos sentimientos negativos engrandecen las cosas buenas. La gente tiene miedo a sufrir. Yo también dejé de vacunarme, siento cosas que los demás no pueden; y aunque siento demasiado sé que no me voy a morir, sólo dejé que se me agrandara el corazón. Tu esperma fecundó. Nuestro hijo tiene cinco años. Te siento muy dentro y eso me hace feliz.

Desde las estrellas, el alma que siempre necesitara de tu recuerdo para seguir, Atenea 17.


Volaba y soñaba mientras escribía, vivía otras vidas adueñándome de felicidades ajenas, o tal vez propias, pero reprimidas por un destino incierto, caprichoso y cruel.
Mi imaginación, como siempre, segregaba la dosis necesaria de ternura y sensibilidad para poder equilibrar mi liviana fortuna. Y seguía pecando de inconsciente para todos, pero nadie me iba a matar mientras siguiera viva, ni a adelantar nada, ni a machacar mis sueños...

Ni me sentarían en una silla de ruedas mientras pudiera arrastrarme.

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