Claridad, la novela

miércoles, 22 de junio de 2016

Capitulo 2. Sólo quiero ser una chica más.


En la Semana Santa de 1977 la parroquia del barrio organizó un viaje al santuario de Lourdes. Nos apuntamos toda la familia. Yo tenía el motivo más grande para acudir, rezar a la Virgen encontrando en ello consolación. Ya desde pequeña tuve la fortuna de poseer una fe profunda. Y sin embargo, fui a la excursión de mala leche... a mí no me ocurría nada...  no estaba enfermita ni nadie tenía que ayudar a curarme.

Íbamos a eso, aunque mi madre no lo quisiera reconocer.

Camino de Francia, en el autocar, escuchamos algo que nunca olvidaré. Un grupo de jóvenes narraba, con música clásica de fondo, la historia de Bernardet: la niña que al ir a buscar madera junto a sus amigos se le apareció la Virgen.
Aquel bello y emotivo relato, con el marco perfecto de las sinfonías de Beethoven -apenas audibles-, consiguió calmar mi estado emocional. Pude disfrutar del viaje; de Julito que nunca me había hecho caso y durante esos días no se separó de mí; de la nieve en Candanchú...
 Me emocioné, admiré y recé en la gruta santa de Lourdes. Pedí por todos, por mí... pero sobre todo le pedí a la Virgen que nunca se fuera de mi lado, pasara lo que pasara.

De vuelta a casa me convertí en la animadora de la excursión, dueña de una alada pero sincera alegría que contagió a todos. A mí no me ocurría nada, y si era así, estaba segura de que me iba a curar.

Para mi sorpresa, la noticia de que en un futuro cogería una silla de ruedas, se había extendido como la pólvora. Intentaba quitarle importancia ante mis amigas sobre todo, diciendo que eso nunca iba a ocurrir. Animaba a todos por sentirse “mal” por mí.
Seguía haciendo rehabilitación, claro. Me decían que la tendría que hacer toda la vida y yo sólo podía pensar: bueno, ya veremos.
En los periodos que me daban el alta en el gimnasio la tenía que hacer en casa, rara vez la hacía, en su lugar hacía algo que me venía también muy bien o mejor (por supuesto no lo sabía), bailar. Bailaba sin parar, siempre. Era lo que más me gustaba, y lo hacía muy bien...

Tenía que hacer algunos ejercicios enfrente de un espejo de cuerpo entero; saltar a la pata coja, caminar siguiendo una línea recta, caminar bien erguida: sacando pecho y basculando la pelvis... ¿cuánto tiempo…? ¡Me aburría!. Cerraba la puerta de la habitación de mis padres, que era donde estaba el espejo, cogía cualquier utensilio tamaño micrófono, y las horas volaban imitando a todos mis cantantes preferidos... o sólo a la eterna cara de niña, Janet...

“Hoy en mi ventana
brilla el sol
mi corazón,
se pone triste contemplando la ciudad
¿Por qué te vas…?”

 Allí, en la habitación de mis padres, delante del espejo, bailando y cantando al compás de la música que se caía de una pequeña radio, allí, con un cepillo de la ropa entre las manos, sólo allí, encontraba mi particular y pueril nirvana.
Sin darme cuenta mis sueños se convertían en aliciente insustituible para vivir. Me pasaba más tiempo viviendo en mi interior que con los demás. Pero no era yo la que me estaba encerrando en mí por propia voluntad, o no siempre.
Poco a poco empecé a sentir el rechazo de mis amigas.

Algunos domingos por la tarde, desde mi ventana,  veía a Paloma y a las demás chicas del barrio salir de paseo sin contar conmigo, y si se daban cuenta de que las había visto corrían a esconderse... “Decían que hoy no salíamos ¿Por qué se van sin decirme nada? ¿Qué he hecho mal ahora?”.
Cerraba la ventana y dejaba resbalar mi espalda, lentamente, apoyada en la pared hasta quedarme sentada en el suelo.
A veces, cuando me veían triste y aburrida en casa, a papá se le ocurría irnos a pasear por el campo. Llevábamos la bici de Pedro y el único empeño de todos era enseñarme a montar en ella. De pequeña casi había aprendido, pero luego ya fue un imposible, un imposible, pese a todo, que conseguía arrancarnos risas, risas que el destino se empeñaba en vedar. Las risas innatas de una niña de trece años.

Al terminar el curso me quedó una asignatura que debería recuperar en Septiembre. Fue la primera vez que suspendí. Me estaba construyendo un mundo intocable, lleno de música, baile, y cuartillas emborronadas dónde empezaba a  plasmar mis sueños:

                              - Esencia de Amistad -
 
Las gotas de lluvia resbalaban por el cristal de la habitación de Sendy. Un cuaderno y un bolígrafo sobre el pulcro escritorio. La cama deshecha. Una jovencita sentada en un rincón sintiendo el mayor infierno en sus entrañas...

Paloma era perfecta. Guapa, lista, divertida, su mejor amiga junto con Danny. Para gusto de los chicos, suerte para ella y “desgracia” para Sendy, Paloma estaba más desarrollada que ninguna de sus amigas. A sus escasos trece años podía presumir de un cuerpo de mujer y ¡vaya si lo hacía! Pero eran tantos sus encantos como amiga que, si alguna vez Sendy sintió envidia de no poseer atributos parecidos, ésta fue demasiado débil y siempre sana; aunque no por ello las irresistibles ganas de estrangularla la semana pasada cuando río a carcajadas la graciada de Danny sobre sus redondas mandarinas, dejaron de ser reales.

(Fue Paloma la que hizo el comentario y Julito se río, pero éste es mi sueño y lo pinto como quiero >>>> esta nota no entra en el sueño pero la quiero leer cuando sea mayor)

Sendy conocía a Danny desde que llego a vivir al barrio. Desde entonces, o quizá desde antes de nacer, había estado enamorada de él; cautiva de su amor, esperando que alguna vez él sintiera algo más por ella que aquellas tortuosas ganas de tirarle de las trenzas, pasaban los años. Tardes de cine excitantes y divinas, en las que por casualidad, se sentaba a su lado; si al coger las palomitas que la muchacha sostenía en su regazo, rozaba su mano, Sendy sentía revolotear en su interior traviesas mariposas; parpadeaba una y mil veces buscando una pose seductora en espera del beso, pose que él no veía, más alguna vez sí se dio cuenta de que estampaba las palomitas en el suelo al cruzar las piernas imitando a las secretarias del Un, dos, tres. El beso nunca llegaba.

Paloma y Sendy asistían a clase juntas, de vez en cuando Paloma iba con la pandilla al cine; pero ella (Paloma, claro) había empezado a frecuentar discotecas, con su aspecto no le fue difícil aparentar más edad.
Así que, un buen día los coló a todos en una.

Aquello, a ojos de Sendy, parecía una nave espacial. Humo blanco, de colores, luces intermitentes... música estruendosa, tanta gente, tan grande... Sendy se protegió ante lo desconocido arrimándose a Danny. Éste, de la forma más natural la tomó de la mano. De repente todo se volvió azul, la música bajó y la nave espacial se quedó casi en penumbra. Algunas parejas salieron a la pista. Danny condujo a Sendy hacia allí. Ni por todo el oro del mundo podría recordar que canción bailaron, le pareció escuchar a Lennon con su Woman, no estaba segura. Pero nunca podría olvidar aquellos labios posándose en los suyos; Sendy había cerrado sus ojos como si intentara guardar muy dentro de si aquel tesoro. Siguió con ellos cerrados, apoyando ligeramente la cabeza en el hombro de él, intentando controlar el oleaje de nuevas sensaciones que desbordaron su alma durante lo que le pareció una breve eternidad. La música estruendosa volvió a sonar, y ella compartió la magia del momento con todos sus amigos.

... Y ahora, cuando se sabía poseedora de la quinta esencia del amor, la quinta esencia de la amistad...  ¿Cómo se lo decía? ¿Cómo les decía a sus padres que se estaba muriendo? ¿Por qué se había levantado esa mañana con las braguitas llenas de sangre? Sólo hacia tres meses que había cumplido los trece años, demasiado joven para morir.
Así lo había escrito en el cuaderno antes de sentarse en un rincón.


La llegada de la menstruación fue motivo de holgazanear todo un día en la cama, de escuchar a mamá recordándome lo que no debía hacer, y de sentirme orgullosa ya que aquello no dolía tanto como decían. Yo no era una llorona y por mucho que me doliera debajo del ombligo y me sintiera rara, se lo iba a decir a Valeria que me seguía a todas partes. Pero lo peor, sin duda, fue ir a comprar compresas la primera vez…

Me dirigí a un centro comercial alejado del barrio, donde no me conociera nadie -pero nadie ¡qué vergüenza!-. Llevaba tres bolsas de plástico, así no se notaría lo que metiera dentro. Mas el verdadero mal rato llegó a la hora de coger el paquete.
Los miraba de lejos. Por fin me decidí. Esas que ponía que no se nota nada. Miraba a mi alrededor... cuidado viene alguien. Silba y mira al techo, May. Ahora que no mira nadie ¡Cógelo! Cuidado, May, que viene la dependienta, ¡uffff! por poco. Ahora venga. Ya. Bien. Rápido, paga y mételo en las bolsas...
 
 Pero aquellos primeros sinsabores desaparecieron cuando supe que iría con las chicas al cine, no a ver cualquier película sino Grease... ¡Greaseeee! ¡Mi Danny !. Llego el momento.  Aunque tendría que ser en la primera sesión, a las cuatro y media de la tarde, porque no había más entradas.
Si en el verano del 78, el boom de Travolta con su película Grease salpicó a muchos, a mí me empapó. Me aprendí todas las canciones, todos los bailes. Y sobre todo soñé ser Sendy -Olivia Newton-Jhon-; despertarme un día convertida en ella, rubia y ágil, e irme hasta el infinito y mucho más allá con Danny, o Jhon Travolta, me daba igual.

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