Claridad, la novela

viernes, 7 de octubre de 2016

1.I


‘Desde mi libertad’ -Ana Belén... y yo-

 

“Desde mi libertad

soy fuerte porque soy volcán.

Nunca me enseñaron a volar

pero el vuelo debo alzar.”



Bajaba la cuesta gritando, con los brazos alzados, llamando al cielo con mis dedos. Volvía a correr como cuando era una niña, sobre ruedas, pero volvía a correr. Bajo la caricia del sol, el viento jugaba con mi pelo mientras Juan robaba instantes mesados de una extraña felicidad.

-Déjame que te haga fotos yo a ti... ¡Pero ayúdame a subir que no puedo!

 

Habíamos acudido a una reunión familiar en el pueblo de mamá. Quería que me vieran, que comprobaran, al igual que había hecho yo, que la silla de ruedas sólo me facilitaba la vida. Hubo reacciones para todos los gustos, pero sólo me importaba la mía. Sabía que mi marido, mis padres y hermanos, habían aceptado mis ruedas, los demás tenían todo el tiempo del mundo para hacerlo. Aprendía a diferenciar los problemas ajenos de los propios. No era fácil. Tampoco moverme en habitaciones llenas de muebles. Los pasillos y puertas encogían a mi paso. Pero reía de verdad, conversaba con todos y me volvía a sentir viva.

Juan y yo decidimos poner punto y final a la asamblea familiar con tiempo suficiente para poder disfrutar del soleado día. Llevábamos meses demasiado oscuros a nuestra espalda. Lo habíamos pasado muy mal, los dos. También, por qué no, queríamos presumir de coche nuevo, mucho más grande, con un amplio maletero para meter la silla.

Pero antes de salir del pueblo y perdernos en una de nuestra adoradas rutas, quise hacer un pequeño experimento.

Eran las cuatro de la tarde, estábamos a últimos de Abril y hacía calor, por lo tanto en la plaza del pueblo no habría nadie. Allí había una cuesta, al lado de una fuente de piedra que manaba enérgicos chorros de agua cristalina. No era demasiado empinada, estaba perfectamente asfaltada, y yo quería bajarla sola, quería correr. Juan me decía que si bajaba esa cuesta con velocidad, posiblemente saldría volando. Le pedí que confiara en mí ya que si veía peligro frenaría con las manos.

 

Y cuando empecé a descender, oyendo brotar la alegría del agua, y la seguridad se apoderó de mí... acaricié el mundo, o yo me dejé acariciar por él.

-¡Otra vez!

 

“No llevaré ninguna imagen de aquí

me iré desnuda igual que nací.

Debo empezar a ser yo misma y saber

que soy capaz y que ando por mi pie”.

  

Estábamos parados en un paso de cebra, los ojos de mi marido seguían las piernas que nacían de una corta minifalda. Me moría un poquito más cada vez que le veía mirar a otra. Inseguridad, gritaba algún visitante de mi mente. Pero no le podía tapar los ojos, no podía poner faldas hasta los tobillos a toda persona femenina con piernas. Gorda o delgada. Si movía con gracia las caderas al andar...

Le pegué un codazo. El coche de atrás nos había pitado y él seguía embobado.

-Aunque la monada se vista de seda... ¡Es feísima!

-¿Quién?

No merece la pena enfadarse. Tranquila. Inspira, sopla, inspira, sopla, inspira...

-¿Qué haces?

-Respiro ¿no me ves?

No te enfades. Haz tú lo mismo. Qué no puedes, por qué...

-Porque los chicos no llevan minifalda.

-¿Qué?

-Nada.

Ya te has enfadado. A ver... busquemos un chico. Ése no, muy jovencito. Ése, ése, el de la moto. ¡Qué lujo de hombre! Venga, venga, embóbate. ¿Ves? Juan no se ha enfadado...

-No me ha visto.

-¿Qué?

-Nada.

Llama su atención, con sutileza, elegancia, dulzura. Espera... mira, mira, por allí viene uno. Venga embóbate y susurra para llamar la atención de tu marido. Con suavidad...

-Vista a la derecha ¡AR!

-Gracias, guapa.

-¿Tú estás tonta o qué? -me decía Juan subiendo el cristal de mi ventana mientras yo asentía y me deslizaba por el asiento hacia abajo.



“No será fácil ser

de nuevo un sólo corazón.

Siempre había sido una mitad

sin saber mi identidad.”

  

Buscaba la aprobación de una mirada, de cualquiera.

La primera vez que había salido a la calle con mi silla de ruedas, fue una pesadilla en sesión continua.

El difícil arte del disimulo; Cómo hacer que tu dolor sea mayor.

 

Sin atrevimiento había descubierto que seguía viva. La silla no era el final de mi camino como temí durante años, tal vez fuese un principio o por lo menos un punto y seguido. Tenía que luchar por que aquella Ataxia de Freidreich no acabara de matarme, o por que lo hiciera lo más lentamente posible. Tenía un marido al que le había prometido una felicidad a mi lado, unos padres, unos hermanos y una gatita que me necesitaban. Y yo quería vivir, pero respirando dignidad. Nadie me había dicho que sería sencillo, mas no sospeché que fuera tan complicado...

Salimos a pasear por el centro de la ciudad. Recorríamos sin prisa un paseo lleno de palomas, niños y flores. No tenía que esconderme de nadie. Juan empujaba la silla y yo no hacía nada. ¡No sabía qué hacer con las manos! Compramos pipas. Las palomas me saludaban y yo sonreía. Vi a alguien que se acercaba por el paseo que, al reconocerme, su expresión de tranquilidad se trasformó en “horror” tapándose la boca. Le pedí a Juan que fuéramos a mirar el escaparate de una tienda. Había dejado de sonreír cuando volvimos al paseo y miraba a la gente con miedo de encontrarme a otro conocido.

Apareció, y de nuevo, tapándose la boca abandonó el paseo. Juan apretaba mi hombro derecho. Me invitó a una cerveza y nos acercamos a un bar. Nos quedamos en la terraza saboreando el final del invierno Y la fiel chivata de mis años de estudiante apareció con sus amigas. Empezó a bailar la danza del codo para que todos miraran a la pobre May... ¡en silla de ruedas!

-Sácame de aquí antes de que me levante y la pegue un guantazo -le pedí a mi marido apurando la cerveza.

 

Y, días después, entendí, que era mejor mirar a cualquier parte menos al rostro de la gente buscando una aprobación que no llegaba, pero antes supe, por fortuna, que la sonrisa... es el lenguaje Universal de los hombres inteligentes. Y los había.



“Sentada en el andén

mi cuerpo tiembla y puedo ver,

que a lo lejos silba el viejo tren

como sombra del ayer”.

 

Cuando era pequeña había encontrado un viejo álbum de fotos en casa de los abuelos. Estaba perdido en el sótano entre cientos de trastos olvidados. Desde entonces lo tenía yo, y aunque durante un tiempo lo cuidé con esmero, el polvo acabó cubriéndolo. Y aquellos días en los que no quería mirar a la silla con ruedas que había entrado en mi casa, limpié las telarañas del viejo álbum.

Me pasaba horas mirando las estampas desgastadas color sepia; tirada en el suelo, con la gata a mi lado. En aquella maravillosa vitrina del pasado llena de hojas de cartón, estaban guardados los padres del abuelo; sus hermanos que agarraban con fuertes manos maletas de madera y bajaban de un coche de línea cargado de gallinas; la madre de la abuela; mi abuela Cecilia...

Sus ojos me hablaban, pero yo no los quería escuchar. No debía pensar, sólo esperar que pasara el tiempo.

 

Me había propuesto usar la silla de ruedas sólo para salir, pero pronto comprobé que sentada en ella no me cansaba ni me dolían las rodillas y era mucho más fácil hacer las tareas de la casa. Por la puerta del cuarto de baño no entraba, pero como me podía levantar y andar cuatro pasos, no vi problema en ello.

A veces, al terminar la clase de Inglés (mis niños... ellos fueron los que mejor aceptaron mis ruedas) me olvidaba del álbum, de mi abuela y de sus ojos, y leía novelas románticas; y escondida en los Castillos del amor avanzaba por largos corredores intentando engañar a la despiadada realidad que emanaba de la tierra, abriendo y cerrando puertas sin parar, creando y destruyendo historias sin usar. Me escondía en los brazos de un eterno príncipe azul y juntos hacíamos cabriolas sobre la hierba y jurábamos matar a todas las sillas de ruedas del mundo y aniquilar enfermedades.

Otras veces me convertía en Carmen, y Juan, desde su veloz caballo blanco me robaba de mi destino.

Pero cuando volvía a ser yo, toda la vida caía de golpe al suelo.

Soñar y pasearme por el recuerdo era lo único que me quedaba por hacer. Las miradas, gestos y sonrisas de compasión, de la gente que me rodeaba, estrangulaban el aire sin cesar.

¿Por qué nadie se comportaba con naturalidad?

¿Tanto les dolía?

 

Después de comer, cuando acababa de fregar me volvía a sentar en la silla, me arrimaba a la ventana y mirando mi eterno rosal sin rosas, lloraba sin llorar, imaginaba sin imaginar, lo que hubiera sido de mí si no hubiera venido a cenar el señor Friedreich.

Ya sabía que nunca se iba a ir. También sabía de su crueldad.

El monstruoso inquilino que compartía mi cuerpo me había pegado una nota amarilla en la frente. Una nota amarilla en la que había un autoritario axioma escrito con letras profundas, del color de la Pasión, o tal vez fuera el de la compasión.

Un profético axioma y una fecha... Una abominable sentencia con fecha... Un cruel azar sin fecha de caducidad...

 

La enfermedad no es compatible con la Vida, 21 de Enero de 1991

  

La gata se había subido a mis piernas, y abrazándola me reafirmaba en que era imposible que hubiera vida sobre ruedas...

 

¿Y ahora qué?

 

 

 

 

 

                                                                                          Abril 2003.

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