Claridad, la novela

jueves, 30 de junio de 2016

5-II


Miércoles, 8 de Septiembre.

¡Han aprobado! ¡Han aprobado! ¿Qué hago?. Ya he llamado a Juan, no estaba y se lo he dicho a su madre que ni siquiera sabía que estaba dando clase. Pues así se entera y ve que soy útil.

Ay Dios, han aprobado todos ¡joer qué nervios!. Creía que iban a suspender. A lo mejor es que no soy muy mala enseñando Inglés. No me estoy riendo, en serio.

¡Cuánto tiempo hacía que no escribía! A veces no es fácil y sabes que todo ha sido demasiado difícil.

Este verano, la semana que pasé con mis padres en la playa, fue terrible. Apenas puedo andar sobre la arena y eso que iba agarrada del brazo de mamá, y con Juan aquí viví... la semana más larga de mi vida.

Menos mal que el reencuentro y el resto del verano han tapado esa semanita muy bien, pero que muy bien  tapada.

¡Han aprobado! ole ole oleeee

                                          ******

El sol brillaba. Lo veía, lo sentía. Cumplí veinte años intuyendo que podía confiar en la vida, en mi vida y de alguna forma supe que podía confiar en mí. Podía... debía abrir los brazos, las manos, llenándolas de color, debía abrir los ojos contemplando esas pequeñas cosas, debía abrir por fin mi alma dejando salir a esa mujer que, pese a todo, llevaba la belleza de la vida grabada en su ser.

Poco a poco volví acompañada de Valeria o de mamá a la peluquería de Minerva, poco a poco volvió a pasarme inadvertida su cojera. Su forma de ser, su persona dejaban muy aparcada su minusvalía. Aún así me costaba acercarme a ella. La veía tan segura que me hacía sentir pequeña.

A veces, cuando veía a una persona joven en silla de ruedas, me quedaba hipnotizada mirándola, admirando su valentía, pidiendo interiormente que no se molestase porque mirara ya que algún día seríamos iguales. Pero cuando me daba cuenta de lo que estaba pensando, cerraba los ojos apretándolos fuertemente  y me gritaba que yo lucharía hasta quedarme sin fuerza para que ese momento no llegara. Sólo que no sabía cómo.

Sabía que nunca me había tomado en serio los ejercicios de rehabilitación. La gimnasia, el único tratamiento de la ataxia de Friedreich. Ahí debía centrar mi lucha. Con el primer dinero que conseguí por mi misma (el de la pensión me negaba a usarlo) me compré una bicicleta estática. La puse en mi dormitorio al lado de la foto gigante de Miguel Bosé, junto a mis queridos muñecos de peluche, debajo de la pequeña estantería donde guardaba mis tesoros: aquella muñequita de porcelana con la cara pegada tantas y tantas veces; mi querido diario cuya llave llevaba colgada con la medalla para que nadie hurgara en mis miedos que sólo allí era capaz de contar; aquella imagen de la Virgen de Fátima; mi pequeño y gastado crucifijo; las Rimas y Leyendas de  Bécquer; Romeo y Julieta; la foto que encontré en casa de la abuela de cuando yo tenía seis meses; el medallón que le regalo el abuelo cuando se prometieron; Juan y yo entrando al Zoo; mi colección de miniaturas de cristal...

Empezó el invierno, y sin esperarlo me vi enseñando Inglés a casi una docena de niños. Cuando terminaba de dar clase me encerraba en mi habitación, pedaleaba media hora y después caminaba otro tanto entre la cama de mi hermana y la mía, volvía a bailar aunque a veces me caía encima de una de las camas, pero no importaba. Mis muñecos reían y aplaudían conmigo. Mientras, José Luis Perales me decía lo que era El amor, Sí, Tú como yo; Mocedades me enseñaba su Amor de hombre; Alaska me recordaba que si quería podían sonar Mil campanas, que se pasaba el día bailando...
En las sesiones de rehabilitación trabajaba más que nunca pero me daban el alta muy a menudo, dejándome sin gimnasio varios meses y eso, cada vez me gustaba menos. Había tardado en comprender que toda la gimnasia que hiciera era poca, pero ellos lo habían sabido siempre.
Mi objetivo era “no empeorar” y empezaba a sospechar que solamente yo estaba al mando del ejército.
 

 Una noche cerca de Navidad, mientras intentaba conciliar el sueño…

-Oye May, ayer cuando salía del cine vi a Candela pero no me saludo, iba guapísima y súper moderna. A mi mamá no me deja ponerme una mini tan corta. Bueno que yo pienso que a lo mejor estaba enfadada y hoy cuando venía de la panadería estaba limpiando la escalera y le he dicho que la vi ayer y dice que no era ella y se ha metido a su casa y ni siquiera había terminado de limpiar y yo creo que sí esta enfadada. ¡Jo May!, es que no tengo sueño ¡date la vuelta!. No estarías dormida ¿verdad?

Me di la vuelta, la mire entreabriendo un ojo

-Te he dicho mil veces que no hables tan deprisa ¿En serio que hay que hablar ahora?

-Es que no tengo sueño

-Pero yo sí, cacho Valeria, y mañana tengo consulta con el Neurólogo a primera hora. ¡Apaga la luz! Otro día hablamos de por qué Candela  no ha acabado de limpiar la escalera.

Me di la vuelta.

-¡Qué graciosa más tonta eres! ya verás ya, cuando quieras poner la radio por la noche para escuchar ‘La ronda’ y me quieras hablar del Juanito y…

-¡Duérmete!- le dije tirándola un cojín mientras oíamos a mamá decirnos que nos calláramos.

A la mañana siguiente en la consulta de Neurología me hicieron las pruebas de siempre. Comprobar los reflejos de piernas y brazos; examinar la coordinación de las manos; observar como andaba a lo largo de la habitación...
El neurólogo me dijo que me encontraba... ¡mejor! Cuando le oí decir eso, vi el azul del cielo hasta en el suelo. Un sinfín de campanillas (o eran cencerros?) sonaron a la vez en mi alma. Trabajaba más que nunca para no empeorar, pero yo no esperaba mejorar. Era la primera vez que me decían que estaba mejor; me pasaban las revisiones de Neurología una vez al año y lo último que esperaba nadie era que hubiera alcanzado una pequeña mejoría. Me felicitaron con los ojos.

Por la tarde al encontrarme con Juan me abracé a él llorando. Se asustó. Nunca me había visto llorar por una buena noticia.
Yo tampoco.

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