Claridad, la novela

viernes, 8 de julio de 2016

6-II


Mis padres se dieron cuenta enseguida de que llevaba un anillo de compromiso, aunque yo no les dije nada. Me  preguntaron mientras comíamos un día cualquiera y no supe que decir, bueno sí, pero titubeé en la respuesta porque algo dentro de mí me decía que tocaba un terreno delicado.

-¡Ah, el anillo! Pues en realidad no quiere decir nada... a parte de que somos novios... que nos queremos -y mirando mi plato, sin atreverme a alzar los ojos, dije- y bueno pues imagino que algún día nos casaremos, como todos los novios.

Silencio. Incomodidad. Frustración. Ganas de salir corriendo.
Valeria, intentado romper el halo de tristeza que circundó nuestra cocina -donde comíamos si no estaban los abuelos-, comentó que a ella le encantaría ir de boda. Papá dijo que no quería volver a oír nada de casorios y enseguida, sin tomar café, se levantó de la mesa.
Mamá mientras pelaba una naranja me dijo sin mirarme a los ojos:

-Antes de casarte tendrás que curarte.
-Si claro, ya lo sé -contesté intentando sonar convincente.

Necesitaba estar segura, y de alguna forma lo estaba.
A partir de ese día luchaba por mejorar, ya no: por no empeorar. Me preparaba para ser la casada más completa el día de mañana. La mejor madre para mis hijos.
Empecé a coleccionar recetas de cocina, trucos de limpieza. Me convertí en la mejor cascadora de huevos que los freía mientras se protegía de la sartén con una tapadera y si me hubieran dejado también con espada. En mis practicas de cocinera sólo estaba mi hermana, y eran una carcajada continua.
No abandoné ni un ápice mi rehabilitación ni mis clases de Inglés, con las que seguía cosechando pequeños grandes éxitos.
 
A veces, a raíz de que me convencí de que me iba a casar, cuando iba a tomar café a casa de Montse, que era de mis amigas con la que más contacto seguía teniendo, iba sola.
Volví a salir sola a la calle. Mientras andaba me iba dando fuerza mi mente: ¡Puedes bonita! ¡Sólo son unos metros! Pero había un pensamiento que era el que más fuerza me daba: tus hijos te están viendo desde el cielo, cuando nazcan sabrán que tienen la mamá más valiente... ¡Camina por ellos!
Y caminaba, mal, pero caminaba sola. Y era feliz, muy feliz, y nadie lo entendía salvo Juan, que era feliz si yo lo era.
Para la mayoría de los que me rodeaban sólo era una pobre desgraciada, una ingenua infeliz, y encima optimista, dueña de una alegría artificial ¿qué podía dar más pena? Y sin embargo..., ironías de la vida, yo no me cambiaba por nadie, por nadie, era inmensamente feliz, confiaba en mí y sobre todo en Juan.
Tenía veinte años.

Pero mis rachas de felicidad pasaban como soplos de viento, como las de todo aquel que camina al borde del abismo... a la sombra de la luna. La felicidad es una hora.
Una mañana de invierno al levantarme noté que tenía mojada la chaqueta del pijama. Recordé que hacía poco había descubierto una mancha en mi sujetador a la que no di importancia. Me metí al cuarto de baño y observé detenidamente mis pechos. No veía nada anormal, ni siquiera habían aumentado por comer almendras como me dijo la abuela cuando le confesé que quería usar una talla más de sujetador, ella sabía que odio las almendras... ¡lo hizo aposta! Eso era lo de menos. Me concentré en lo que estaba. Seguían como siempre. Busqué algún bulto como me habían enseñado, mas no encontré nada, pero al apretarlos comprobé asustadísima que segregaban un líquido incoloro.

Chillando llamé a mamá.
También se asustó y me preguntó si estaba embarazada, aunque ambas sabíamos que era imposible pues hacía dos días que había terminado con la menstruación.

Para descubrir lo que pasaba me hicieron muchísimas pruebas médicas y no encontraron nada, hasta que a alguien se le ocurrió investigar en los medicamentos que yo tomaba: los antidepresivos.
Ocurrió que, desde que me los habían mandado (hacía más de un año), me había tomado una pastilla diariamente. Como por otras circunstancias experimenté una  mejoría, nadie se acordó de controlarme o quitarme los medicamentos, y se llegó a asociar los antidepresivos con mi enfermedad. Mi médico de cabecera me recetaba una caja de pastillas mensualmente. (A mí me llevaba o trataba el Neurólogo, o los doctores de rehabilitación, pero las recetas las hacía él, el médico de cabecera, quien consideraba que yo estaba muy bien atendida por los otros -ni uno ni otros, pero sólo el tiempo se encargaría de demostrármelo-).

Al sospechar que los antidepresivos tomados sin control médico, podían ser el causante de mi “anomalía”, me dijeron que debía dejar de tomarlos.
Había visto a mi doctora reducirme hasta anularme la toma de otro medicamento, así que, lo hice igual, y al poco tiempo de ir disminuyendo las pastillas mi pecho dejo de segregar líquido.
Pero las secuelas de los antidepresivos no habían acabado. Una tarde en la que para celebrar la salida del susto, Juan y yo, fuimos al circo empecé a oír...

La primera vez que oí un ruido agudísimo lo asocié a aquel recinto: el circo, máxime cuando el fuerte ruido se asemejaba a una trompeta desafinada, o a una estruendosa bocina.
Cuando llegué a casa esa noche tenía bastante fiebre. Al día siguiente la fiebre había desaparecido, mas para mi sorpresa, aquel ruido se había instalado en mi oído derecho no dejando de sonar y aturdirme cada vez que me movía. Consulté al médico pero me sentí como un extraterrestre porque no sabían lo que tenía ni dieron muestras de creer lo que decía. Pronto me di cuenta que el fuerte ruido algunos días me abandonaba: los días que me tomaba el antidepresivo, (seguía en el proceso de eliminarme las pastillas). Como el ruido me aturdía, molestaba y deprimía mucho, seguí varios meses tomándome una pastilla semanal, ya que de esta forma la estruendosa bocina no sonaba.

 Yo mandaba. Porque en aquella batalla, como en casi todas, estuve sola, sin ayuda médica... Hasta que un día, me cansé, o me armé de valor, y me llame cobarde.

Estaba enganchada a unas pastillas, pero aquello tenía remedio, tenía que tenerlo. Así que, cogí al toro por los cuernos. Tiré todas las pastillas a la basura como me habían recomendado los médicos.
Los días posteriores a mi debut como osada torera, fueron crueles y muy difíciles de vivir para alguien que se alimentaba de sueños y que apenas confiaba en su fuerza.
Descuidé mi rehabilitación, mis clases de Inglés... todo. Estaba aturdida, mareada siempre. Lloraba sin control alguno cuando ya no podía seguir oyendo ese ruido cada vez que giraba la cabeza o me movía; pero mi amor por Juan, su apoyo incondicional, me dio fuerza. Eso tuvo que ser, porque si no nunca he sabido ni sabré, como fui capaz de salir de aquello yo sola.

No sé si fue un mes o más lo que tarde en desengancharme de las pastillas dejando así el fuerte ruido (nada que ver con los acúfenos o tinnitus como supe muchos años después) de sonar, pero a partir de entonces odié las pastillas, más los antidepresivos, y jamás los he vuelto a tomar. También sufrí un retroceso en la enfermedad, retroceso que de alguna forma logré superar, pero nunca más pude caminar sola en la calle. Ni poco ni mucho; nada sin apoyarme.

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