Claridad, la novela

jueves, 30 de junio de 2016

Capitulo 5. - Dios aprieta...


De mis amigas me fui separando poco a poco, casi todas teníamos una relación sentimental y nos dedicábamos a saborear las mieles del amor, olvidándonos de todo lo ajeno. Yo lo hice, ellas también. Algunos fines de semana quedábamos todos juntos, pero la amistad poco a poco se iba enfriando. Lo estaba pasando demasiado mal y me volcaba en Juan.

Seguía “castigándome”, haciendo cosas absurdas, casi demenciales. Buscando inconscientemente un culpable, algo, alguien a quién echar la culpa de lo que me estaba ocurriendo.
Recuerdo un día viendo la televisión, una de mis series favoritas, ver a una secretaria en silla de ruedas. Fue la última vez que vi esa serie. Hasta deje de ir a arreglarme mi larga melena a la peluquería de Minerva, sólo porque era coja. Rechazaba con todas mis fuerzas todo lo que se separara de la normalidad. Aunque en el fondo de mí me doliera  perder esa  pequeña amistad que se iba fraguando con alguien tan especial como ella. Pero entonces me hacía daño su cojera, quizá su alegría, pero sobre todo el saberla útil, capaz de trabajar.

Mi doctora se dio cuenta de que había caído en una depresión, me recetó unos antidepresivos y me envió a un psicólogo. Por supuesto me enfadé, porque como la mayoría de la gente por entonces (y ahora vulgarmente), asociaba a estos profesionales con la locura. “¡Sólo me faltaba eso! ¡estar loca!”.

Fui acompañada de mi hermana, ya no me atrevía a salir a la calle sola.
En la consulta hablé sin parar y eso que me había jurado que ningún psicologuillo de mierda me iba a sacar ni media palabra. Le hablé del miedo a ir sola, de que me escondía de la gente cuando andaba, de que había dejado de estudiar. Él no me preguntó el porqué. No me daba cuenta que sólo le interesaba mi relación con Juan. Toda nuestra intimidad. Me hacía hablar de cosas que jamás creí que las pudiera contar. Me empecé a sentir incómoda y dije que me tenía que ir al oírle comentar que todos los problemas tenían su raíz en la sexualidad, los míos también.

Antes de irme casi le grité:

-¡Oiga usted señor psicólogo! si yo tuviera algún problema sexual aquí sería el último sitio al que vendría.

Y me fui dando un portazo que hizo pestañear la luz. Luego me enteré que por equivocación me habían mandado a un psicólogo sexólogo. Era la primera vez que aceptaba ayuda, me había costado acceder pero no estaba preparada para aceptarla una segunda vez. Tampoco nadie me lo mandó, ni tan siquiera sugirió.
 
Mis días se convirtieron en una espera continua para poder soñar junto a Juan, y qué mejor que esperar soñando. Vivía medio en las nubes, rechazando mi realidad descaradamente. ¡Hasta yo me daba cuenta!
Por la mañana ni siquiera hacía mi cama, me tenían que dar cuarenta voces para que colaborase en las tareas de la casa. Como no siempre debía ir al gimnasio, me convertí en una fanática seguidora de teleseries como Dinastía y Falcon Crest. El efecto de los antidepresivos empezaba a notarse y quizá eso me ayudaba a vivir más sin pisar el suelo. Pero por la noche, mientras dormía, me despertaba sobresaltada soñando que me seguían, andando muy deprisa apoyándome en la pared y llorando histéricamente porque al día siguiente tenía un examen y no tenía apuntes. Me metía en la cama de Valeria para conseguir volver a dormir. Por la mañana le decía a mamá que había tenido frío y por eso me había cambiado de cama, no sé si se lo creería pues casi estábamos en Julio, aparte de que nunca supe mentir, sí disimular, pero no mentir.
Las pesadillas tardaron muchos años en irse.

Fue en los primeros días del verano cuando mi estomago se comenzó a quejar. La doctora, sospechando que las dos pastillas que me tomaba diariamente (sin contar los antidepresivos) eran las causas de mis dolores y al comprobar que no me habían hecho ningún bien visible (no eran para la ataxia), me las empezó a quitar. Poco a poco. Y poco a poco mi estómago se calló.
Una calurosa mañana mientras ayudaba a mamá a tender la ropa, mi vecina de enfrente dijo:

-Oye May, tú sabes Inglés ¿no?  Mi hijo tiene el examen final dentro de unos días y he pensado si podrías echarle una mano.

-¿Yo? –me parecía mentira que alguien me considerara capaz de algo.

-Tu madre ha dicho que se te da bien.

“¡La verdad es que es lo único que he aprobado siempre!” , pensé.

-Mal no se me da, si Javi quiere, lo puedo intentar –contesté demasiado deprisa. Intentaba distraer mi entusiasmo, pero me salía fatal. ¡No me lo podía creer!

-Claro que quiere May, fue Javier el que me dijo que tú sabías Inglés luego hablé con tu madre, y ahora decides tú.

-¿Decidir... ? Ah, sí claro.

Y así empecé, ayudando a mi vecinito con sus estudios. Aprobó con buena nota. Se corrió la voz por el barrio y ese verano me salieron tres o cuatro chicos con el idioma suspenso. Al principio me negué a cobrar, yo no era profesora, pero me convencieron de que aquello era un trabajo, un pequeño trabajo y como tal debía ser remunerado.
Aquel inesperado trabajillo llegado de la mano de Dios cuando más lo necesitaba, me impidió caer en la autocompasión, me abrió nuevamente las puertas de la ilusión, de una ilusión que siempre estuvo ahí esperándome.

Daba dos horas de clase diarias en mi propia casa, evitando desplazamientos, estaba en contacto con niños a los que siempre había adorado, utilizaba sin parar y con una facilidad enorme la gramática inglesa... ¡Empezaba a sentirme persona! Sentía como si desde el cielo me hubieran cogido de la mano, porque además de sentirme útil, lo que me había surgido, aparte de escribir, era lo que más me gustaba hacer.

5-II


Miércoles, 8 de Septiembre.

¡Han aprobado! ¡Han aprobado! ¿Qué hago?. Ya he llamado a Juan, no estaba y se lo he dicho a su madre que ni siquiera sabía que estaba dando clase. Pues así se entera y ve que soy útil.

Ay Dios, han aprobado todos ¡joer qué nervios!. Creía que iban a suspender. A lo mejor es que no soy muy mala enseñando Inglés. No me estoy riendo, en serio.

¡Cuánto tiempo hacía que no escribía! A veces no es fácil y sabes que todo ha sido demasiado difícil.

Este verano, la semana que pasé con mis padres en la playa, fue terrible. Apenas puedo andar sobre la arena y eso que iba agarrada del brazo de mamá, y con Juan aquí viví... la semana más larga de mi vida.

Menos mal que el reencuentro y el resto del verano han tapado esa semanita muy bien, pero que muy bien  tapada.

¡Han aprobado! ole ole oleeee

                                          ******

El sol brillaba. Lo veía, lo sentía. Cumplí veinte años intuyendo que podía confiar en la vida, en mi vida y de alguna forma supe que podía confiar en mí. Podía... debía abrir los brazos, las manos, llenándolas de color, debía abrir los ojos contemplando esas pequeñas cosas, debía abrir por fin mi alma dejando salir a esa mujer que, pese a todo, llevaba la belleza de la vida grabada en su ser.

Poco a poco volví acompañada de Valeria o de mamá a la peluquería de Minerva, poco a poco volvió a pasarme inadvertida su cojera. Su forma de ser, su persona dejaban muy aparcada su minusvalía. Aún así me costaba acercarme a ella. La veía tan segura que me hacía sentir pequeña.

A veces, cuando veía a una persona joven en silla de ruedas, me quedaba hipnotizada mirándola, admirando su valentía, pidiendo interiormente que no se molestase porque mirara ya que algún día seríamos iguales. Pero cuando me daba cuenta de lo que estaba pensando, cerraba los ojos apretándolos fuertemente  y me gritaba que yo lucharía hasta quedarme sin fuerza para que ese momento no llegara. Sólo que no sabía cómo.

Sabía que nunca me había tomado en serio los ejercicios de rehabilitación. La gimnasia, el único tratamiento de la ataxia de Friedreich. Ahí debía centrar mi lucha. Con el primer dinero que conseguí por mi misma (el de la pensión me negaba a usarlo) me compré una bicicleta estática. La puse en mi dormitorio al lado de la foto gigante de Miguel Bosé, junto a mis queridos muñecos de peluche, debajo de la pequeña estantería donde guardaba mis tesoros: aquella muñequita de porcelana con la cara pegada tantas y tantas veces; mi querido diario cuya llave llevaba colgada con la medalla para que nadie hurgara en mis miedos que sólo allí era capaz de contar; aquella imagen de la Virgen de Fátima; mi pequeño y gastado crucifijo; las Rimas y Leyendas de  Bécquer; Romeo y Julieta; la foto que encontré en casa de la abuela de cuando yo tenía seis meses; el medallón que le regalo el abuelo cuando se prometieron; Juan y yo entrando al Zoo; mi colección de miniaturas de cristal...

Empezó el invierno, y sin esperarlo me vi enseñando Inglés a casi una docena de niños. Cuando terminaba de dar clase me encerraba en mi habitación, pedaleaba media hora y después caminaba otro tanto entre la cama de mi hermana y la mía, volvía a bailar aunque a veces me caía encima de una de las camas, pero no importaba. Mis muñecos reían y aplaudían conmigo. Mientras, José Luis Perales me decía lo que era El amor, Sí, Tú como yo; Mocedades me enseñaba su Amor de hombre; Alaska me recordaba que si quería podían sonar Mil campanas, que se pasaba el día bailando...
En las sesiones de rehabilitación trabajaba más que nunca pero me daban el alta muy a menudo, dejándome sin gimnasio varios meses y eso, cada vez me gustaba menos. Había tardado en comprender que toda la gimnasia que hiciera era poca, pero ellos lo habían sabido siempre.
Mi objetivo era “no empeorar” y empezaba a sospechar que solamente yo estaba al mando del ejército.
 

 Una noche cerca de Navidad, mientras intentaba conciliar el sueño…

-Oye May, ayer cuando salía del cine vi a Candela pero no me saludo, iba guapísima y súper moderna. A mi mamá no me deja ponerme una mini tan corta. Bueno que yo pienso que a lo mejor estaba enfadada y hoy cuando venía de la panadería estaba limpiando la escalera y le he dicho que la vi ayer y dice que no era ella y se ha metido a su casa y ni siquiera había terminado de limpiar y yo creo que sí esta enfadada. ¡Jo May!, es que no tengo sueño ¡date la vuelta!. No estarías dormida ¿verdad?

Me di la vuelta, la mire entreabriendo un ojo

-Te he dicho mil veces que no hables tan deprisa ¿En serio que hay que hablar ahora?

-Es que no tengo sueño

-Pero yo sí, cacho Valeria, y mañana tengo consulta con el Neurólogo a primera hora. ¡Apaga la luz! Otro día hablamos de por qué Candela  no ha acabado de limpiar la escalera.

Me di la vuelta.

-¡Qué graciosa más tonta eres! ya verás ya, cuando quieras poner la radio por la noche para escuchar ‘La ronda’ y me quieras hablar del Juanito y…

-¡Duérmete!- le dije tirándola un cojín mientras oíamos a mamá decirnos que nos calláramos.

A la mañana siguiente en la consulta de Neurología me hicieron las pruebas de siempre. Comprobar los reflejos de piernas y brazos; examinar la coordinación de las manos; observar como andaba a lo largo de la habitación...
El neurólogo me dijo que me encontraba... ¡mejor! Cuando le oí decir eso, vi el azul del cielo hasta en el suelo. Un sinfín de campanillas (o eran cencerros?) sonaron a la vez en mi alma. Trabajaba más que nunca para no empeorar, pero yo no esperaba mejorar. Era la primera vez que me decían que estaba mejor; me pasaban las revisiones de Neurología una vez al año y lo último que esperaba nadie era que hubiera alcanzado una pequeña mejoría. Me felicitaron con los ojos.

Por la tarde al encontrarme con Juan me abracé a él llorando. Se asustó. Nunca me había visto llorar por una buena noticia.
Yo tampoco.

5-III


Debía tomar un segundo café para ponerse en marcha, trasnochaba cada día más. Era joven y tenía buena salud, lo podría aguantar. Si no fuera por esas malditas ojeras imposibles de disimular aún con un buen maquillaje a primera hora de la mañana, su madre no la hubiera recriminado su tardanza en llegar a casa.

-Desde que soy encargada del súper tengo que quedarme para revisar todas las cajas, ya lo sabes mamá. Luego solemos ir a tomar unas tapas, nos liamos a hablar y nos dan las tantas...

¿Cómo había empezado? Ni ella lo sabía.
Siempre había vivido con el dinero justo, aunque se puso a trabajar a los diecisiete años, entregaba más de la mitad del sueldo a sus padres. El dinero en una familia de nueve miembros, escaseaba siempre. Candela tenía veintitrés años. El resto de sus hermanos estaban estudiando, el mayor sólo tenía quince y la más pequeña dos.

Hacía bastante tiempo que trabajaba en el mismo supermercado. Desde el principio congenió con la hija de los jefes. Se movían en lugares caros donde su amiga pagaba todo, siempre tenía dinero extra. Era fácil, decía.
Soñaban con viajar las dos juntas. Se acercaba un largo puente y empezaron a hacer planes; a Candela le faltaba dinero, a Trini, la hija de los jefes, no le sobraba.
No habría problema de dinero si acudían las dos a una fiesta...

-¿Fiesta?

-Tómalo como una cita a ciegas, con el aliciente de que sacaríamos treinta mil pelas a repartir  

-¿Por ir a la fiesta?  

-Confía en mí, Candi, y piensa lo bien que lo vamos a pasar en Torremolinos  

-No lo veo claro

Ante la insistencia de su jovial amiga, accedió.

-Trini, si no me gusta la fiesta me voy

Y no le gustó, era una fiesta privada... demasiado privada.

Tres hombres maduros de aspecto repulsivo, con enorme barriga de cerveza, sonrosados mofletes y, dos de ellos, poseedores de incipientes y sudorosas calvas, les esperaban en el salón semi vacío de un solitario chalet. Ellas preguntaron por los demás. Dijeron que llegarían enseguida. Trini se dirigió al tocadiscos que estaba encima de una silla y puso salsa.
Comenzaron a beber y enseguida a bailar. A gritos se contaban chistes que ellas reían forzadamente mientras bailaban con los tres pegados a sus diminutas faldas. Luego, el alcohol y varios porros les hicieron reír a carcajadas y dejar que manos chorreantes de lascivia acariciaran muslos y desabrocharan botones. Y la realidad se empezó a nublar. Y después, más alcohol.

Recuerdos difusos de bailes estrafalarios. Falsa juerga, juerga sin control...
Se despertó con un peso encima. Le estallaba la cabeza. No recordaba haber llegado a su casa. Apenas podía abrir los ojos cuando sintió que el peso que tenía encima se movía. Abrió los ojos de par en par e inconscientemente intento taparse con el pijama. Estaba desnuda. Miro a quien estaba a su lado... ¡no le conocía! Ah sí, recuerda la fiesta ¡La fiesta!

Se levantó casi corriendo. Agarrando torpemente su ropa esparcida por el suelo mientras reprimía una arcada, tropezó con un hombre que dormía sobre la alfombra verde. Salió de puntillas. Cerró la puerta y sujetándose en la pared vomitó. Un llanto sordo le partía por dentro. No debía hacer ruido. Tenía que salir de allí. Recordaba dónde estaba el baño.
Volvió a vomitar al mirarse en el espejo, la imagen distorsionada de una madona rota ocupaba su lugar. Se vistió de cualquier forma y salió corriendo. Por un momento temió que la puerta de la calle estuviera cerrada, pero no, aunque se encontraban en un chalet de las afueras se les había olvidado cerrar.
Los zapatos se los iba poniendo por la desierta y oscura carretera, el abrigo sobraba, las lágrimas abrasaban.

Casi amanecía cuando llegó a su casa. Necesitaba una ducha pero le daba pavor despertar a alguien. Amortiguando el ruido del agua se lavó todo su cuerpo restregando con furia la suave esponja contra él. Todavía tenía sangre entre las piernas. Volvió a vomitar al recordar que había entregado su... Salió del baño temblado y fue a su cuarto. En la almohada de la cama brillaban los rubios rizos de una de sus hermanas pequeñas. Se quitó los restos del maquillaje y al contemplarse en el espejo sólo vio a una vieja puta. Sostuvo la cabeza entre sus manos y cerró los ojos. Necesitaba dormir. Se enfundó en su pijama lleno de ositos y se acostó junto a la pequeña intentando desbancar a manotazo limpio los flashes reveladores de su noche festiva. Con la mayor ternura del mundo, sin poder contener las lágrimas, abrazó junto a su pecho el tibio cuerpecito infantil. Besó la pequeña frente de su hermanita una y mil veces hasta que oyó... -Candi, siento haberme metido en tu cama, déjame dormir contigo-...   aún con los ojos cerrados la pequeña continuó... - te quielo mucho...

Ese pequeño angelito logró llevar un  triste espejismo de sol, al más absoluto infierno.

Durante varios días Candela y Trini no tuvieron nada que decirse. La víspera del puente ambas corrieron un tupido velo sobre el asunto y marcharon a Torremolinos.
Sólo fue cuestión de tiempo que el alcohol, algún que otro porro y sexo con precauciones pero sin remilgos, se fueran convirtiendo en compañía habitual. Luego, a la cadena o camino de ambas, se fueron uniendo otros distintos, distantes, cercanos e inevitables, eslabones. Citas clandestinas; encuentros apasionados con hombres atractivos, muy atractivos, unos dieron paso a otros, quizás menos atractivos, mas su dinero les adornaba. Regalos, caprichos, viajes, lujos, superflua felicidad... momentos de deseo, misterio, pasión..., malas compañías, drogas, primero blandas quién sabe cuando menos blandas; postiza y quimérica alegría...
 No fue difícil llegar por el camino más corto a ese tenebroso mundo del “ficticio glamour”. Después, el tiempo fue pasando y algo que creía dominar la dominó.


Cuando Candela evitó que me atropellara el camión estaba haciendo la calle.
Empecé a conocer aquel día su lado oscuro. Estuvimos toda la tarde en una cafetería. Nos costó empezar a hablar. Ella me hizo reivindicarme en mi decisión de dejar los estudios porque me hizo ver que ponía en juego mi vida; yo... lloré junto a una mujer que se había perdido todo respeto a sí misma y no era capaz de ver que ella también ponía en juego la suya.

Pero algo me dolía más. Ella todavía podía elegir su destino, yo no.

martes, 28 de junio de 2016

Capitulo 4. - Mi mejor medicina... el amor.


Una fría tarde de últimos de Noviembre el hermano de una compañera, que echaba una partida de ajedrez conmigo en la cafetería del instituto, vino a buscarla. Estaba haciendo la mili, disfrutaba de un permiso, y acababa de bajarse del tren. Venía vestido de soldado y cuando entró en la cafetería su uniforme captó todas las miradas. Los hermanos se abrazaron y enseguida mi compañera se despidió de todos. El soldado nos miró para despedirse y al ver el tablero con una jugada a medias, se acercó y movió un caballo comiéndose mi reina, dijo que ya seguiríamos y me miró sonriendo antes de cerrar la puerta de la cafetería.

“Unos ojos verdes vestidos de soldado me acababan de hipnotizar”, al menos eso pensaba cuando me crucé con Luis por los pasillos al ir a clase de contabilidad.

A los dos días me lo presentaron en una discoteca. Se llamaba Juan. Congeniamos enseguida, pasamos toda la tarde juntos, hablando. Estaba a gusto en su compañía y él buscaba la mía sin ningún disimulo. Mientras bailábamos una canción lenta, el cerco de nuestra intimidad se estrechó y me besó. Me sorprendí respondiendo a su beso, sintiendo la seguridad que me transmitían sus fuertes brazos. Pasé una velada muy agradable. Mi incomodidad apareció al decir que le gustaría volver a verme.
No podía, no quería, al menos no así, aquello había estado muy bien pero mi corazón tenía dueño. Sabía que Andrés volvería y yo quería ser libre.

Pero en los siguientes días que vi a Juan me di cuenta que sus ojos me seguían poniendo nerviosa y eso no me gustaba; de alguna manera, aquellos ojos verdes, me impedían estar al mando de mis emociones. Al poco tiempo se fue. Tenía que realizar unos tramites para licenciarse del servicio militar, y yo me sentí aliviada con su ausencia.
El curso lo llevaba a trancas y barrancas. Suspendía más que aprobaba, pero no me importaba. Vivía pendiente de si me iba a tocar cruzar sola la carretera que separaba la parada de autobús del instituto, de llegar la última a clase y de irme la última para que no me viera nadie andar cuando tenía que ir sola... Me escondía, así no se metían conmigo.

Unos amigos que vivían cerca de mi casa, se habían ofrecido a acercarme al instituto en coche. No acepté su ayuda y mucho menos fui capaz de pedírsela a nadie. Estaba envuelta en una pesadilla que no me dejaba ser yo, que me impedía crecer, ya no para aceptar lo que me estaba ocurriendo, sino para haber podido tomar la ayuda que desinteresadamente me ofrecían; una única luz en mi vida, Andrés y los fines de semana junto a mis amigas. Algunas trabajaban ya, yo... no podía.

¿Qué iba hacer si dejaba de “estudiar”?, sólo de pensarlo el corazón se me encogía.

En mi casa durante la comida cada vez se hablaba más de Minerva, una chica coja del barrio. No quería darme cuenta del porqué. Si no era papá era mamá quien la mencionaba.
Los padres de Minerva habían montado una pequeña peluquería, y ella se defendía con el negocio a las mil maravillas. Había estudiado en el mismo instituto de Formación Profesional al que yo iba. Según papá, ella era capaz de comerse el mundo, alguien que admirar, un ejemplo que seguir.
Me ponía muy nerviosa y de muy mala leche oírles hablar de esa chica coja. Removía la comida de mi plato hasta llegar a marearla.

-Bueno y al final ¿me compras los vaqueros nuevos para Reyes o no?-solía cortar la conversación de la forma más tonta posible, cuando no me levantaba con una urgencia irresistible de ir al baño.

Durante las vacaciones de Navidad de nuevo me encontré con Andrés en la misma discoteca donde le conocí. Notó que no era bienvenido ante mi grupo y me invitó a un café. Antes de irme con él, tras sus pasos, siguiendo la inequívoca fragancia de la pasión; miré a mi hermana que a veces salía con nosotras. Valeria me pedía que no cometiera el mismo error. Comprendí el lenguaje de sus ojos y ella el de los míos: ahora soy feliz.
 
Tenía depresiones internas causadas por su rebeldía ante la sociedad. Se consideraba incapaz de mantener una relación sentimental durante mucho tiempo, no quería atarse pero tampoco podía vivir lejos de mí...
Andrés hablaba mientras me taladraba con sus ojos negros, y sus largos dedos acariciaban el dorso de mi mano izquierda transmitiéndome, a través de sus yemas, el latir de la nostalgia. Estaba más delgado. Sus oscuros rizos habían desaparecido, llevaba el pelo muy corto, pero aún estaba más guapo.

-Te encuentro muy bien ¿Cómo llevas los estudios?-preguntó.

-Sin problemas -dije intentando sonar lo más convincente posible, al mismo tiempo mis ojos escapaban del examen de los suyos mostrando un súbito interés por nuestro vecino de mesa a quien ni siquiera veía.

Luego, vagando por la ciudad y recibiendo la noche mientras sentía su mano en mi cintura, las estrellas de la Navidad se colgaron de mi pelo. Nos sentamos en un viejo banco, bajo un roble desnudo, pintado con restos de nieve, y aunque empezaba a helar, no sentíamos el frío. Un claro de luna nos circundaba. Se desabrochó el abrigo y me resguardó junto a su pecho. Protesté débilmente, pero su calor me embriagó; el anhelado aroma de su piel anuló y sedujo un océano de dudas y sensateces; la pasión, la soledad, el amor, el reír, llorar, desear... un maremoto de sensaciones encontradas amenazó con estallar dentro de mí, y le abracé con furia e infinita ternura. Sus manos me arropaban. Y todo comenzó a arder.

Caper diem.
El día de los santos inocentes Andrés desapareció y yo volví a las tinieblas. Pero quisiera o no, aquellas conocidas tinieblas rebosaban de oscura claridad porque sabía que volvería. Y aunque me sentía la mujer más desgraciada del mundo, no quería ver ni oír a nadie pidiéndome que le olvidara de una vez, que lo intentara, que le impidiera seguir jugando conmigo. Decían que yo merecía más, un hombre legal, un hombre de verdad.

Mas en mi vida ya había un hombre de verdad, y yo sólo le quería a él. El amor es ciego; es imposible que dé en la diana, decía Shakespeare.
Pero amar es vivir, decía yo. 

Pasé mi primer cotillón para recibir el nuevo año disfrazada con la alegría de mis amigas, y sintiendo que me mordían las entrañas cada vez que veía a una pareja besándose. Abusé con descaro del champán. Al rayar el alba, aún en plena borrachera, me tuvieron que llevar a casa. Pero casi nadie se dio cuenta de que estaba borracha, creyeron que estaba “así” por la enfermedad, hasta mis padres lo creyeron, y yo... yo sólo quería dormir.

Antes, media hora antes de que llegara 1984, había escrito en mi diario escondida en mi habitación:

Viernes 31 de Diciembre
Falta media hora para comernos las uvas. ¿Sabes? el abuelo ha dicho que, al que hiciera el pino en la alfombra le daba mil pelas ¡Nunca se va a dar cuenta que ya somos mayores! El dinero se lo ha llevado Valeria, claro. Pedro no le ha hecho ni caso, estaba hablando por teléfono con su nueva novia, y yo pienso... que mi abuelo jamás va a admitir lo que me está pasando.

Andrés no ha llamado. Pensaba que hoy... como me dejan salir esta noche... Debo olvidarle debo olvidarle...,  tal vez tengan razón y he de buscar otro porque él no es estático o estable o sincero... porque dicen que un amor con  otro se cura, porque... la tristeza me está matando.
Duele.
Mucho.
¡Es  todo tan difícil  coño!
Sólo quiero que me quieran de verdad, no por un rato. Poder sentir que me aman, poder entregar todo lo que llevo dentro sin miedo a que me dejen de nuevo... No sé por qué la vida me ha castigado así, ¡no lo entiendo! A veces es que...  no puedo más, siento que es muy duro vivir, al menos si no estuviera sola, si de verdad me quisieran, si pudiera sacar todo el amor que llevo dentro, seguro que no me enfadaría ni lloraría tanto. Sería hasta más fácil llegar a curarme, ser una mujer más..., es que es que... de verdad que no quiero, pero a veces... ¿Por qué coños me pasa esto a mí? ¿Qué hice mal?
Andrés se ha marchado porque estoy enferma.
Si existe el amor, llévame hacia él... ¡escúchame por favor! no dejes que me hagan más daño...
¿Tú crees que alguien me va a querer así?
No estoy llorando, sólo siento rabia y no sé contra quién.
Sé que estás ahí, sé que hay muchas desgracias en la vida, sé que recurro mucho a ti (¡soy pesada!, lo dice todo el mundo) sólo te pido que te acuerdes de mí...

                                        ******

Escribía, mientras que con mi mano izquierda apretaba un pequeño y gastado crucifijo, y oía a Valeria chillar desde el salón diciéndome que faltaban cinco minutos para las campanadas de fin de año.

4-II


Los primeros días del nuevo año los viví encerrada en mí, en mis tinieblas. De la cama al sofá y del sofá a la cama.

La doctora que me trataba por entonces, intentó hacer un pequeño experimento cuando le comenté que me temblaba la cabeza, a veces; sólo me temblaba cuando me daban fuego para encender un cigarrillo y no siempre, y ella vio, no necesité contárselo, que andaba peor.

(La ataxia de Friedreich no tiene ningún medicamento específico, hoy por hoy, para lo que es en sí la ataxia. Ello, lo sé, crea impotencia y a mi doctora se la produjo. Imagino que al oír la palabra temblores, pensaría que unas pastillas que se recetaban para el Parkinson me vendrían bien. Y yo todavía no sabía que si estaba relajada no temblaba. Me señaló que no sabía si me podían ayudar pero que otra cosa no podía hacer, salvo probar. Por supuesto probé.)

Recuerdo que pasé varios días sin apenas moverme. Sentada en la terraza acristalada del salón, tomando un sol que no llegaba a entrar en mí; escuchaba la radio y devoraba novelitas rosas, guardaba un reposo que me auto impuse creyendo así que las pastillas me harían efecto antes. Por lo menos ya no temblaba.

Pero cada día estaba peor y más triste.

Las novelas fáciles, simples y rápidas, me hacían vivir un episodio de amor que me mantenía en las nubes mientras leía; al acabar la lectura todo era peor, me daba cuenta que yo no era ninguna de aquellas protagonistas y que nunca llegaría a serlo. Ni siquiera era una mujer normal. Y entonces, veía mi suerte, mi vida, más horrorosa que nunca. Pero aún así, sólo quería leer cosas fáciles donde tomara prestada otra vida por unos minutos, por banal que fuera, comparada con la mía, cualquier vida era maravillosa, y bajaban y subían escaleras como una fabulosa o caduca actriz de vodevil, llenas de plumas, lentejuelas y con exquisitos zapatos de tacón.

Y sin embargo yo... a mí las escaleras, cada día me daban más miedo. Sobre todo los seis escalones que desde el portal daban ya a la calle. Más de una vez sorprendí a alguna vecina que, desde su ventana, dejaba de sacudir la alfombra en espera de verme bajar; otras veces se medio escondían entre las cortinas, y yo me sentía el peor criminal a quien espiaban y luego se lamentaban que cada día estuviera peor. Y llegué a temer tanto aquellos seis peldaños, como a una evaluación constante que sobre el avance de la enfermedad me hiciera el vecindario. Sentimientos absurdos aquellos temores, pero tan reales...
Por contra, me bastaba poseer un poco de ilusión, saber o imaginarme que nadie me veía a la hora de enfrentarme a tan terribles montañas, para subir y bajar las escaleras sin ningún problema.
Y esa pequeña ilusión, gracias a Dios, la encontré al retomar las clases, y por fortuna, también desde el cielo, pusieron fin a mi reposo.

 
Mi curso era el encargado de organizar aquel año la fiesta del instituto. Colaboramos todos, y esa colaboración hizo olvidarme de mi afán de esconderme de la gente cuando andaba. Participaría en un baile de disfraces. Me hacía mucha ilusión ser otra persona por un día entero, ser una india.
Me dejaron una enorme casaca roja; recogí mi melena en dos largas trenzas y me pinté pequeños trazos de colores en la cara; busqué mis vaqueros más ceñidos y gastados; robé a mamá una ajada hacha para cortar la cabeza de los pollos, y pedí permiso, sin que se diera cuenta, a Valeria para ponerme sus botas nuevas de flecos.
Y me convertí en  Nube roja.

..... Nube roja fue la única superviviente de un asalto apache al fuerte Casteld. Tenía dos años. Nube amarilla y su familia la adoptaron y criaron como una muchacha india más. Cazaba, corría, cabalgaba como una auténtica apache, enamoraba con sus gráciles movimientos al andar........

A mis compañeras más cercanas les escribí una pequeña historia referente a su disfraz, yo también tuve la mía. Era parte del juego.

Lo que no fue parte del juego, fue la asistencia de Juan a la fiesta. Ni siquiera sabía que había regresado.

Sin darme cuenta mis ojos le persiguieron todo el día. En la exhibición de karate, en las gradas del campo de fútbol…; y casi me sentía perdida si le sorprendía sin mirarme. Yo no quería reconocerlo, pero hubo quién sí. Cuando sonriendo, alguna de mis amigas me decía: “- Te gusta Juan, ¿verdad?”. La miraba con cara de haber oído la mayor majadería del mundo, y me iba en busca del hacha que perdía en cualquier parte. Una vez con el hacha en la mano, volvía a mirar a Juan. Y si veía a alguna de mis amigas sonriéndose, saltaba y daba vueltas a mi alrededor con el hacha levantada.

Nadie me hubiera ganado a hacer el indio.
 
Al finalizar el día, habiendo perdido el hacha de nuevo, mientras bailaba pegada a Juan en el gimnasio del instituto metamorfoseado en salón de baile, me pidió que saliera con él.
Me besó y le besé, y en mis labios sentí el sabor de la verdad; un sutil perfume de amor me tendía la mano abierta para que me asiera a ella, pero no me atreví a cogerla. Ya no era Nube Roja, había perdido el hacha y la pintura de mi cara estaba desapareciendo. Volvía a ser May, y aunque sentía unos incipientes fuegos artificiales naciendo en mi interior, tuve miedo y me callé. Volvió a preguntarme. Pensé en Andrés pero miré a Juan, y al contemplar sus ojos verdes, le pedí que me abrazara.

Abandonamos el gimnasio cogidos de la mano. Le hablé de Andrés, y cuando nos despedíamos, sin soltar mi mano, me preguntó si aquello era un no. Le dije que no lo sabía. Me besó en los labios, y antes de irse susurró que no había prisa.
 
A los pocos días mamá me preguntó si había visto la pequeña hacha. Sonriendo le guiñé un ojo. Pero rápidamente se me heló la sonrisa cuando enfadada, casi en jarras y con los rulos puestos, volvió a preguntar:

-¿Has visto el hacha sí o no?

-¿Qué hacha? -mi madre arrugó el ceño, e intentando esquivar la tormenta que se avecinaba, le dije:

-ahhhhhhhhhhhhh la mata pollos, sí aquella que comprasteis para matar el pollito que nos regaló el carnicero, porque sabes mamá, nunca nos creímos que el pollo se convirtiera en gallo y os lo llevarais al pueblo, que aunque tenía siete años, me acuerdo muy bien de todo y lo que tú no sabes es que el pollito tenía una marca de nacimiento que…

Acabé mi perorata con dificultades para contener la risa. Mientras, mi madre había trinchado el pollo con un cuchillo de Albacete y luego se había metido al baño a quitarse los rulos.
Del hacha nunca se supo.

A partir del día de la fiesta, casi todas las tardes Juan iba a buscarme al instituto. Nos fuimos conociendo despacio y en él encontré al mejor confidente. Le conté, sin mentiras, sin reservas, lo difícil que era vivir siempre al borde del abismo; le presenté al auténtico Friedreich y él le estrechó la mano sin miedo. El tiempo volaba a su lado. Conversábamos, reíamos..., y me gustaba tanto que hablara mientras me miraba con arrobo, que poco a poco, me fui sintiendo princesa a su lado.
Finalizaba el mes de Enero cuando de nuevo me pidió que fuéramos más que amigos. Y de nuevo me callé, porque no quería equivocarme ni hacerle daño, ni hacérmelo a mí. Pero sin embargo esa noche, cuando me llevó a casa en su coche, me sentía tan mal con mis silencios, decisiones y sentimientos que me consideraba un ser abominable. Algo se me pasaba por alto.

Juan estaba muy serio, y yo le di un beso en la mejilla y salí del coche.
Subí las escaleras y aunque sabía que me estaba mirando, mis piernas no dudaron. Mi corazón y mis manos, al abrir la puerta del portal, sí lo hicieron.

Le miré mientras me introducía dentro. Había salido del coche y apoyado en él fumaba un cigarrillo.

Entonces recordé la letra de una canción que habíamos oído minutos antes.. “He vivido en una celda de castigo, mi amor, hoy comienza para mí la libertad...”

No era capaz de cerrar la puerta. Esa noche no. Empezaba a entender que quizá me tenía que dar una oportunidad. O a él. O a yo que sé quién.
Le volví a mirar.

Apoyado en su coche me miraba ofreciéndome sólo amor...
A mí...
Eso era lo que siempre había buscado. Tal vez me equivocara pero nunca lo sabría si dejaba pasar lo que me ofrecía la vida sin recargo. Tal vez...
Bajé las escaleras, sin ningún problema, con seguridad en mis piernas y dudas en el alma. Me acerqué. Le miré a los ojos, le besé, y al rozar sus labios supe que los míos no mentirían si le decía que le quería.

Juan dio un sentido a la vida que ignoraba que pudiera tener. La seguridad que me proporcionaba el saberme, el sentirme querida era todo; el poder querer y entregar sin recelo me ensanchaba el corazón. Como una niña vivía el cuento más bonito, vivía cada día un sueño. Un sueño para dos.

Experimenté una notable mejoría en mi forma de andar, me acerqué de una forma sorprendente a mi familia, con la cual, la comunicación era cada vez más difícil. Con Candela, mi vecina, tuve una larga conversación un día viniendo de comprar el pan, sentadas en las escaleras del portal. Mi estancia en el instituto dejó de darme miedo, volvía a estudiar, a sonreír, a cantar y no me hacía falta fantasear para ello.
Me entregaba cada día una flor. Era feliz. Había descubierto que podía ser feliz, que la vida también sonríe, que los sueños se cumplen incluso a mí. Empezaba a sentirme una mujer entera. Deseada, querida, amada, soñada.
Así, fue más fácil asimilar mi descubrimiento de que no podía parar la marcha de la ataxia de Friedreich aunque sabía que ese empeoramiento a partir de aquel momento iba a ser difícil, porque ya no estaba sola; porque una May, a quien no conocía, empezaba a removerse dentro de mí queriendo salir.
 
Pero fue demasiado sencillo olvidar que la enfermedad no se podía parar, frenar o por lo menos hacer que todo avanzara lo más lentamente posible.
Nadie me había enseñado a luchar, nadie.

 

4-III


14 de Febrero.

¡Mi primer S. Valentín!

Ya ves tú lo que son las cosas, la última hoja que escribí fue en Noche vieja. Me oíste me oíste me oíste. Gracias gracias gracias. Es majísimo y le quiero con toda mi alma; y él a mí...

Lo malo de esto es que mañana tengo el examen de Economía y no tengo ni idea. Si es que me faltan la mitad de los apuntes, se los pedí a Eva pero se me ha olvidado recordárselo y a ella dármelos. Bueno, otro suspenso más. Con suerte Juan empieza a trabajar la semana que viene, sus padres dicen que no le mantienen más como a un vago ¡Pobrecillo! Con lo majo que es.

Me ha regalado una rosa de terciopelo rojo y yo le he escrito esta poesía, a ver si te gusta:

“Aquel acantilado
dejando caer nuestras piernas al vacío,
mirando la inmensidad del mar
confundiéndola con el azul del cielo,
rompiendo el silencio tan sólo... las gaviotas.
Aquel acantilado,
tu brazo rodeando mi cintura,
mi cabeza apoyada en tu hombro
sintiéndonos parte el uno del otro
rompiendo el silencio tan sólo... tus susurros.
Aquel acantilado
donde volví a creer en la vida,
donde volví a creer en el amor
volviéndome a estremecer tan sólo... con tus besos.
Aquel acantilado
con su innata belleza,
su solemne hermosura
comparable tan sólo... con tus ojos ”

La rosa y el poema son para ti por haberme escuchado.

¡Anda!, se me olvidaba. Antes cuando Juan me traía a casa, hemos visto a Candela, la del cuarto, vamos yo juraría que era ella, lo que pasa es que llevaba unas pintas con una mini que se la veía todo, pero todo, unas botas altísimas, iba abrazada a un señor muy mayor..... ¡No puede ser! No me hagas caso. Ahora que lo pienso más despacio, estoy segura de que no era ella.
                                          ******

Unos días después, cuando mi existencia empezaba a ser osadamente onírica, Andrés de nuevo apareció. “Ni contigo ni sin ti”. Se había enterado de que tenía novio y venía a recuperar lo que era suyo.
Juan y yo estábamos sentados con algunas de mis amigas en el Charlot, un delicioso disco-bar que visitábamos con asiduidad. Y digo sentados, porque si hubiera estado de pie me hubiera caído al verle ¿Qué hacía allí? Me puse tan nerviosa cuando se acercó a nosotros que se me cayó el vaso de la consumición. Me saludó y se sentó muy cerca de nuestro grupo. Le pedí a Juan que nos fuéramos. En mi estomago se producía un horrible terremoto y necesitaba pararlo o vomitaría allí mismo.
Salimos fuera. El aire, el sentir a Juan incómodo, y darme cuenta de mi torpeza por ser tan puerilmente transparente, me calmaron.

-¿Quién es?

-Andrés... no esperaba verle, y es que me duele la tripa un montón, me esta viniendo la regla. 

-¿Quieres que te lleve a casa?

-No, no. Prefiero estar contigo.

Me invitó al cine y abrazada a su cintura mientras sentía su brazo dándome calor, el terremoto se detuvo. Pero no sé que película vimos.

A los pocos días, después de decidir que nadie me iba a robar la felicidad que empezaba a pisar, al bajar del autobús una soleada tarde para ir a clase, me encontré con Andrés. Esperaba a alguien en la puerta de la estación. Le vi enseguida. Soplando como si a mis pulmones les sobrara aire, o a mi corazón sentimientos, y ocultando los latidos de un pecho a punto de estallar bajo los libros, me encaminé con algunas compañeras hacia el instituto.

-¡May! -gritó.

Tuve que detenerme porque mis compañeras miraron hacia atrás. Andrés se acercó corriendo.

-¿Qué haces aquí? -le pregunté nerviosa y no por la sorpresa.

-Espero el tren... y quiero hablar contigo

-Vaya qué mala suerte, tengo que ir a clase, quizá otro día...

Andrés me asió con suavidad de una muñeca y me miró a los ojos

-Por favor...

Liberando mi muñeca musite está bien y pedí a las chicas que siguieran sin mí.

-¿A qué hora sale tu tren? -pregunté.

-No importa

-Ya, pero a mí sí

-¿Cuánto tiempo llevas con él? ¿Va en serio?

-¿Qué…? OH... Directo, sin rodeos ¿y qué pasa si va en serio?

-¿Le quieres?

-... Sí..., creo que sí 

Estábamos apoyados en la barandilla de un puente, al lado de la transitada carretera. Me pidió que fuéramos a otro sitio pero me negué sin voz trémula, sin dudas. Mas me desarmó al quitarme los libros dejándolos sobre un banco de piedra y abrazarme diciendo que yo sólo le quería a él.
Temblaba tanto entre sus brazos que me apoyé en su pecho para no caerme. Y de nuevo su olor, ausencias, silencios, tinieblas, lágrimas, su olor, ausencias, silencios... Cerré los ojos un poco mareada, y un susurro fue creciendo dentro de mí hasta convertirse en grito -¡Ya no!-

-Ya no, Andrés, ya no.
 
Me soltó y yo de nuevo me apoyé en la barandilla. Con una voz ufana que no conocía preguntó si algún día le iba a perdonar...

-No tengo nada que perdonarte, al revés. Me enseñaste mucho y si no fuera por ti no sabría apreciar lo que tengo ahora. Ya ves, soy así de bruta, aprendo a base de palos... pero aprendo, Andrés, aprendo.

Me pidió que me cuidara y se fue.

Sonriendo, llorando, y con manos inciertas, recogí los libros y yo también me fui. Desde una cabina llamé a Juan; quería hablar con él, necesitaba hablar con él. Vino a buscarme antes de acabar las clases, y en cuanto vi su coche entrar al aparcamiento, desde la ventana del aula, le pedí permiso al profesor para irme afirmando que me encontraba mal.
Aquella tarde, entre confidencias, verdades, besos y caricias, sobre la hierba húmeda que el sol secaba en un solitario parque, el amor puso todo en su lugar.
Todo.

Los días que siguieron están hilvanados en mi recuerdo con hilo de Amor. ¡Me había quitado tamaño lastre de encima!, una duda enorme que, aún sabiendo que quería a Juan, el fugaz recuerdo de Andrés acababa empañando mis sentimientos, “¿me estaré equivocando?” “¿Y si vuelve?”. Y cuando lo hizo mi corazón no consintió que le robaran el cuento de hadas que empezaba a habitar.

Alguna tarde cuando bajaba sola a clase, a partir de que mis recuerdos y sentimientos empezaron a vivir en una apacible armonía, en vez de jugar a escondidos para que no me vieran caminar, decidía no llegar al instituto. Me quedaba sentada en una pequeña solana cercana a la parada del autobús, bebiendo sueños, bailando entre las nubes, escribiendo poesía...
 
“ Los ojos lloran flores
cuando te pienso.
Sueñan emociones
ríen ilusiones,
el silencio estalla en mil colores
La noche se convierte en día
la luna me despierta a besos
ya no quiero que anochezca al alba
solo quiero dormir en tus sueños.
Vivo en un carrusel de locas pasiones,
escribo, en el lenguaje de los corazones.”

Y al finalizar la tarde aparecía mi caballero galopando sobre su cabrita roja, y yo era inmensamente feliz, y no había miedos, ni dudas, ni apuntes de Economía, ni exámenes de Contabilidad... Sólo había Amor.

Poco tiempo después Juan empezó a trabajar. No podíamos vernos todos los días, pero hablábamos por teléfono y con eso nos bastaba. Mi paso seguía siendo titubeante mas mi amor por Juan, su amor, me daban seguridad.

Hasta que la gente con la que crecí, bueno, más bien sus primos, me hicieron pasar uno de los ratos más humillantes de mi vida.
Todo empeoró drásticamente, mi forma de andar, mi confianza en poder hacerlo sin apoyarme en nada (sin darme cuenta, a veces, me apoyaba ligeramente en la pared, en una silla, rozaba un mueble; algo estático), mi autoestima, mi valía, ya no como mujer sino como ser humano... todo, se me vino encima cuando una tarde al ir sola a clase me paró la policía.

¡Dios!, no me detuvieron por no llevar el carnet de identidad, porque al haberme criado entre tricornios y conociendo a policías, les pude decir el nombre de un compañero a quien luego pedirían referencias.
Me habían confundido con un borracho, pero no fue lo mismo ni tan siquiera parecido a cuando la gente que no me conocía me llamaban borracha, eso había quedado atrás, o eso creía yo.
¡Jamás pensé que pasaría tanta vergüenza por estar enferma, ni mucho menos que me sentiría culpable por estarlo.
Me rompieron la poca confianza que me quedaba.
No se lo dije a nadie, ni a Juan, ni lo escribí, me moría de vergüenza.

De esa forma los estudios, si es que podían empeorar, empeoraron.

Pero lo que me impulsó a tomar alguna decisión estaba por pasar.
Hacía mucho tiempo que me escondía de la gente cuando andaba sola, pero nunca se me ocurrió imaginarme que por ello corriera algún peligro. Algunas tardes iba a buscarme Juan y yo al saberlo, estaba relajada y centrada en las explicaciones de los profesores; pero la mayoría de las tardes me tenía que ir sola. Y esperaba a que se fuera todo el mundo para que nadie me viera andar.

Una anochecida oscura y lluviosa, cuando me iba, antes de llegar a la parada del autobús noté que alguien me seguía. No estaba segura, pero sabía que no podía hacer nada. Asustada, horrorizada, apretaba contra mi pecho los libros y con la capucha del impermeable cubrí hasta casi mis ojos. Me paré y giré sobre mis pasos. No vi a nadie. Seguí andando mientras lloraba y me apoyaba en la pared, cuando volví a notar que me seguían. Un coche paró a mi lado. Lo miré con la cara crispada por el miedo.....

-¿Te ocurre algo?

¡Mi profesor de Derecho!, sería la mejor abogada si me sacaba de allí. Me preguntó si quería que me acercara a algún sitio. Me olvidé de mi dificultad para pedir y aceptar ayuda. Necesitaba que me llevara a mi casa.
Tampoco se lo conté a nadie, sólo a Juan y hacía lo imposible por ir a buscarme siempre.

Y pocos días después, el miedo puso un punto y final irrevocable a mis estudios.
Con todo lo que me había pasado últimamente había decidido dejar de estudiar, pero no sabía como decirlo en casa. No quería dar ninguna explicación, no quería que se preocuparan por algo que ni siquiera imaginaban. Así que, continúe hiendo al instituto en espera de que se me ocurriera una excusa creíble. Y una tarde, al ir a cruzar la carretera sola, las piernas se me paralizaron del miedo. No es que no las pudiera mover, sino que el miedo me paralizaba (se me agarrotaban los músculos volviendo a un estado normal en cuanto me relajaba.
Fue Candela vestida de esa forma tan rara, quien evitó que me atropellara un camión.
 

El momento había llegado. En casa, la “excusa” fue la más simple: “no quiero seguir estudiando”. Muchos no entendieron que dejara los estudios en el último año, pero yo no lo podía explicar, ni quería contar nada a quien no sospechara la verdad. Nadie. Aunque intuyera que por no hablar, mi fama de cabeza loca y de inconstante creciera. Me daba igual.