Claridad, la novela

viernes, 9 de septiembre de 2016

2. -Apaga la Luz


Un cosquilleo de miedo me sacude a veces, como si no quisiera ver nada, darme cuenta de nada.
Cambiar de año, un año más, me producía temor desde que entré en la treintena. Temor relegado a un tercer o cuarto plano, como siempre, pero temor. El futuro, mi futuro incierto... ¡Es dantesco ser tan consciente de que tengo una enfermedad degenerativa y sólo de mí depende olvidarlo!
Tarea de Titanes.
Sé que la vida es en si degenerativa, que un día da paso a otro y otro, y otro menos que te queda por vivir; que nadie tiene un futuro asegurado.
Ahí me agarro.

Mirar hacia delante es vivir sin temor, decía una canción, pero tengo que obligarme a paladear sin prisa el presente, el hoy, el momento, el caper diem; y después que amanezca de nuevo vendrá otro hoy cargado de sensaciones. Sensaciones que llenan de vivos colores mi realidad. Realidad poblada de sueños. Sueños que huelen a pan recién hecho. Echo de menos poder andar, levantarme de ésta silla y salir corriendo. Corriendo despacio sobre el aire. Aire que barre tristezas. Tristezas salpicadas de Vida.

El semáforo se puso en rojo.

Mirando a los anónimos transeúntes que cruzan con prisa el paso de cebra el tiempo se escapa lentamente. Hace frío. ‘Unforgettable’ me traspasa las entrañas y subo el volumen del casett queriendo acariciar la melancolía que se esconde detrás de mis pupilas. Doce grados, treinta y cinco años. Juan habla con unos amigos que viajan con nosotros, yo me pierdo en las mareas de Nat King Cole. Apoyo mi cabeza en el cristal de la ventanilla. Un niño mofletudo, pelirrojo y con la cara llena de pecas me saca la lengua desde el coche que hay a nuestro lado. Giro la cabeza huyendo de su alegría de luz. Dos zapatos de negro charol brillante caminan solos por la acera. Punta tacón. Errantes, vagabundos, huérfanos. Una farola se enciende. Los zapatos suben un bordillo. Se paran. Me señalan y vuelvo mis ojos en busca del niño pelirrojo. Está comiendo regaliz y me enseña su lengua negra. Los zapatos me gritan que es a mí. Empiezan a moverse de nuevo y noto el juego de mis tobillos. Punta tacón. Camino difuminada hacia ellos mientras el día se apaga. Nadie los ve. Los zapatos entran con suavidad en mis pies desnudos y taconeo sin prisa por aceras vestidas de nubes. “No es un sueño, me pellizco y duele”. Golondrinas que emprenden el viaje lejos del invierno me saludan con sus maletas al pasar a mi lado. “¡ Estoy andando!”. Hago gestos exagerados para llamar la atención del niño mofletudo, pero él está embelesado chupando su regaliz. Punta tacón. “Siento galopar la sangre por mis piernas sin paso, había olvidado lo maravilloso que es caminar”. Un claxon suena. La gente se detiene. Los zapatos comienzan a apretar, me trituran los pies. Cole alarga su mano desde un coche que espera el cambio de color del semáforo. Me la ofrece. La tomo y el albor de la noche en clave de jazz besa mis dedos. Avanzo con ella. Punta tacón. La mano tira de mí mientras se oyen los últimos sones de su canción. Pierdo los zapatos, pero no me siento descalza ni miro atrás para buscarlos. Me acomodo en el asiento y observo con placer mis gastadas botas camperas. Alzo la cabeza retando con los ojos a un mundo que no tiene tiempo para sentir. Verde. Noto que se me ensancha el pecho. Sonrío y saco la lengua al niño mofletudo, pelirrojo y con la cara llena de pecas del coche de al lado. Juan acelera. Suenan los primeros compases de ‘Till the end of the years’. Tarareando la canción me adentro en la noche.

                                         ___

Nunca conocí a mi abuela materna, pero a menudo hablo con ella.

Cuando sueñas escribiendo, sueñas dos veces; publicas en el alma, envías al cielo y llegas al corazón. Al menos eso es lo que pretendo. Pero cuando la vida sangra escribes porque necesitas soñar, o tal vez no escriba y sólo copie lo que desde el infinito me dictan.
Sea como fuere, brotan palabras que saben acariciar.

Me gusta pensar que hay alguien que siempre cuida de mí si tropiezo en la desazón (¡soy tan patosa!), que hay un espíritu con flores que vigila mis penas, que se vuelca en el teclado cantándome las letras de mis relatos. Me gusta imaginar que hay alguien que me devuelve la fe en los demás; nada me impide creer que es mi abuela. Sería cruzar fronteras decir por qué.

                             - La caja de música -

Débiles rayos de sol se colaban a través de la vieja claraboya vistiendo de una extraña luz perlada la cajita de música. Mayte la sostenía entre sus manos. Sentada en un rincón del desván con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en la pared, miraba entre lágrimas y penas reprimidas su pequeño tesoro. Su abuela le dijo que la abriera sólo cuando quisiera soñar y ahora, no es que quisiera, es que lo necesitaba.
Pero la caja de música hacía muchos años que se había roto. Las notas de aquel vals de la ilusión dejaron de sonar, y la princesita que había en su interior, aquella que danzaba y volaba al compás de la música, estaba quieta.

Mayte  abrió la pequeña caja de música como si temiera romperla, pero al no oír nada y ver a su princesa triste y sola, la cerró con fuerza. La caja tembló como si protestara. Mayte la empujó lejos de ella y se tumbó sobre el polvoriento suelo abrazando sus piernas y escondiendo la cara entre las rodillas.
Imágenes de soledad, rechazo, ignorancia y humillación recorrían su mente una y otra vez, una y otra vez.

- Sí, es cierto, ha pasado y quizá vuelva a pasar pero no lo multipliques 

Mayte levantó la cabeza y sus sentidos ávidos de compañía recorrieron el desván buscando el origen de aquella voz.

-Duele -volvieron a hablar -pero no dejes que te hagan más daño.

“Parece como si... parece... oh Dios, no puede ser. La voz viene de la caja de música -pensaba Mayte- con razón ellos no me quieren, no me ven... ¡encima estoy loca!”

La caja dio un gran salto y la puerta se abrió rodando su princesita por el polvoriento suelo. Mayte se incorporó rápidamente. Miraba a la princesita sin parpadear mientras ésta revisaba su cuerpo en busca de chichones.

-No estás loca, habría que estarlo para no aceptar a alguien por no ser como tú, por no pensar igual que tú, por tener otras inquietudes o porque no pare de bostezar viendo el Gran payaso -decía la princesita levantándose del suelo y estirando su largo vestido de seda blanca un tanto amarillento por el paso del tiempo.

-Ojalá fuera sólo eso, ojalá no me hubiera tocado conocer el dolor, ojalá no se pudiera modelar la mente de los más pequeños para que mañana sean portadores de los mismos ridículos perjuicios que sus padres, ojalá mi mundo fuera feliz, lleno de amor y respeto... -Mayte hablaba mirando hacia la luz mientras se sentaba de nuevo en el suelo.

La princesita se acercó a ella llevándole calor. Se acodó sobre una rodilla de Mayte y apoyando su pálida carita entre sus manos a la vez que la miraba a los ojos, dijo:

-El mundo no es gris ni azul, Mayte. Coge la parcela de mundo que te pertenece y píntalo como tú quieras o puedas, pero no aceptes el color que te impongan. Hay verdaderos desastres, desgracias, ausencias que tiñen nuestra vida de un color muy negro, y ante eso, sólo el mago del Tiempo puede ayudar. Tienes que aprender a diferenciar, no todo es tan gris como parece ni tan mágico y azul como lo ves otras veces. No todo es lo que parece, cariño. Antes abriste la cajita de música y la cerraste decepcionada ¿por qué? ¿Por qué me viste sola y quieta? ¿Por qué no oíste la música?

Mayte asintió.

-Tu abuela decía que la abrieras sólo cuando quisieras soñar, pero para poder soñar tu corazón no ha de estar bloqueado por el dolor, un dolor que solamente tú acrecientas.

-¿Me estás diciendo que me lo invento? -preguntó Mayte empezando a enfadarse.

-¡No he dicho eso! Sólo te pido que el daño que te hacen o te puedan hacer, no lo recuerdes porque así se multiplica y en vez de una vez te lo habrán hecho cien, que no dejes que te obliguen a no ser tú, y que aprendas a mirar y escuchar con el corazón. ¿Oyes la música?

Mayte negó con la cabeza.

La princesita empezó a correr hacía la caja con sus relucientes zapatos de cristal asomando bajo su vestido arremangado. Con dificultad consiguió enderezar la cajita pues aún estaba boca abajo, y de un ágil salto se metió en su interior. En aquel momento se abrió la puerta del desván. El marido de Mayte miraba cómicamente a su mujer, ésta había perseguido a gatas la carrera de la princesita y ahora la observaba e intentaba escuchar con la cabeza casi metida dentro de la diminuta caja tiznándose de aquella forma la nariz del rojo terciopelo de su fondo. Al ver a su marido apoyado en el dintel de la puerta con aire risueño y los brazos cruzados, Mayte se incorporó y le preguntó si oía la música.

-Imposible no oírla cuando te miro.

                                       ___

Me compré el ordenador cuando terminó mi época de “periodista”.
Cansada de escribir para los demás, había decidido escribir sólo para mí. Era lo que siempre había hecho pero ahora quería arrimarme lo más posible a la Literatura, aunque sólo lograra atisbar su sombra en mi empeño, amén de que me rondaba la idea de hacer caso a la psicóloga que me propusiera escribir mi vida.

Y mi fantástico ordenador se llevó a la máquina de escribir al trastero.

Hice un curso de escritura creativa y empecé a presentarme a concursos literarios. No gané a nivel Nacional, mucho menos Internacional, pero sí hice mis pinitos a nivel Provincial, tanto en prosa como en poesía.
Aquel escribir sin parar aumentaba mi vida.
También mi afición a la lectura se hizo más intensiva, olvidando que alguna vez había leído una novela rosa y no queriéndome acordar de lo que son y para que sirvan las revistas del corazón, buscaba mejorar mi forma de escribir mientras leía.
Lo de los concursos literarios iba por rachas.
Muchas veces mis relatos  sólo iban a parar al cajón. Y ahí siempre ganaban.

Otras veces, sólo dejaba bailar a mis dedos sobre el teclado. No bailaban velocidad, pero la costumbre los adornaba de agilidad.
Y alguna otra vez comencé algún lamentable amago del “libro de mi vida”, pero lo abandonaba porque era incapaz de seguir desnudándome ante los demás y mucho menos de airear mis trapos sucios.
Por entonces pensaba que escribir una autobiografía era como declarar en un juicio:

“¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?”

“Sí, lo juro”

Menos mal que siempre dejé la puerta abierta y alguien sopló:

La Literatura es una pirámide de mentiras creíbles”

Claro que, cuando pasen los años quizá no tenga a nadie a quién preguntar:

“La suma de mentiras y verdades en una autobiografía ¿qué es?”.

                                                ____

Había dejado de dar clase de inglés cuando cree la revista.  Una revista para unir las inquietudes de una asociación, al menos eso intenté durante dos años. Aquellas páginas fueron primero novedosas y fantásticas, luego pasaron a ser sencillas pero entretenidas, y en el transcurrir del tiempo y la costumbre, llegaron a ser insulsas y no leídas.

Fui directora, reportera, corresponsal, secretaria y mujer de la limpieza, pero nunca me creí algo que no era: periodista.
Aunque al tomar la salida no me faltaron colaboradores, antes de que saliera el primer número ya me había quedado sola. Quizás porque a trabajar sin cobrar aun teniendo tiempo se apuntan muy pocos, es sólo un quizá; el otro quizá pudiera hallarse dentro de la palabra constancia. Ya digo, quizás.

Durante aquel tiempo me divertí escribiendo para los demás. Entrevisté a gente importante de la ciudad, salía todos los días de casa teniendo un sitio donde ir y algo por hacer, me propusieron y acepté -no sin dudar- pertenecer a la Junta Directiva de la asociación, pero lo que más me atraía y lo que mejor me vino después, fue que aprendí a manejar un ordenador.
Nadie me enseñó porque nadie sabía usarlo allí.
La computadora estaba en un rincón de una oficina sin ocupar del local de la asociación. Había sido un regalo de la Caja Provincial. Miraba a todos por encima del hombro hasta que llegué yo, entonces miró más por encima porque osé arrimarme a ella.

¡Me ahorraría tanto trabajo hacer la revista por ordenador!, pensé.

Busqué a un amigo para que me introdujera en la informática -en los registros de mi memoria no se hallaba el dato de haberla estudiado alguna vez- pero le escaseaba el tiempo. Aún así me dio las nociones básicas. Esto es: se enciende apretando a este botón, el ratón se mueve así, las ventanas y comandos salen después, el tutorial para aprender está en el Inicio, para apagarlo sigue las instrucciones que el ordenador te dé.

¡Coño!, dije.

Tarde dos días en acercarme a Manolo, como lo bauticé, y lo hice porque mientras dormía me visitó mi antigua profesora de Economía -ella también había sentido ingente respeto ante estos bichos que parecen que lo saben todo-:

-Esos cacharros son tontos -me decía- sólo hacen lo que tú les ordenas.

De acuerdo. Y una buena mañana me presenté en la asociación y me encaré al ordenador.

¡A ver quien puede más, tú o yo!, le dije.

Siguieron a éstas valientes palabras, días de memorable batalla en la doma de Manolo. Sorprendentes chillidos cada vez que sin querer daba a una extraña tecla y me salía una pantalla desconocida, totalmente desconocida; simulacros de rendimiento y tiramientos de toalla cuando escribía y a las letras, sin previo aviso de nadie, les circundaban renglones negros y apretando a un botón fortuito desaparecían; mensajes rebeldes en la pantalla, en cualquiera; faltó poco para que el ordenador se amotinara junto con la impresora y me derrocaran de mi puesto de directora, reportera, corresponsal, secretaria y mujer de la limpieza.
Pero Manolo reconoció mis dotes para la doma el día que salió el primer número de la revista.
Ese día hicimos las paces y nos juramos amor eterno.

Uno de los artículos que más le gustó, a mi Manolito claro, hablaba, como muchas otras veces, de accesibilidad.
De la realidad de todo aquel que vive sobre ruedas porque no puede usar las piernas:

<< La impotencia que se siente cuando la gente que te acompaña sube las escaleras y tú te quedas contemplándolas desde tu silla de ruedas porque no hay rampa, puede ser bestial.
No poder entrar a la biblioteca Pública porque no puedes salvar un racimo de torpes peldaños; no poder entrar a Correos, ni Hacienda, ni a la mayoría de los edificios oficiales -perdón, a algunos sí, por la puerta de atrás-, ni de diversión. Ir temiendo que tu silla tropiece y te caigas por el mal estado de las aceras, exigir que se creen rebajes de bordillo y cuando por fin te hacen caso que un coche aparcado te prohíba usarlo...
Todo eso y mucho más: te hace quedarte en casa, salir solamente si vas acompañado, o peor, mucho peor, te hace sentirte ciudadano de segunda categoría.
La autoestima desaparece. Unos se rinden, aceptan, no queda más remedio... Otros decidimos luchar, pero luchando bien, porque nuestra protesta -primer paso para una ensoñada victoria- llegará hasta lo más alto...

Algún día. >>

4. - Haciendo el pino



“El trabajo es una obligación hija de la necesidad, mientras que la actividad es el ejercicio alegre del deseo”, eso al menos dice el escritor y filósofo Fernando Savater en su libro ‘Mira por dónde’. Y yo estoy plenamente de acuerdo.
Hace tiempo que supe que mi tratamiento es mi trabajo, y toda la actividad que me rodea es lo que me ayuda a solazarme casi tocando la felicidad; a derretirme mientras escribo escuchando ‘Eye in the Sky’, o, a agobiarme cuando no me siento capaz de seguir.
En definitiva, la actividad me ayuda a vivir pero para poder vivir tengo que trabajar. ¡Vaya! Parece que como todos, quizás no soy tan diferente ni ciudadano de segunda categoría, ni leches. En fin, reconoceré que en mi caso el sentido de la frase es demasiado singular.

¡Cuántas vueltas da la vida!
Parece como si alguna vez hubiera andado con las manos y pensado con los pies. Al menos yo me siento así cuando recuerdo que hubo una época en la que no quería saber nada de la Integración laboral de los discapacitados, y ahora, pertenezco a la Junta Directiva que está al frente de un Centro Especial de Empleo -C.E.E.-.

Pero ¿qué es un C.E.E.?

Echando mano de mi traje inteligente -casi sin estrenar- tenemos que: la ley de Integración Social del Minusválido del año 1982 ( la LISMI) define, en su articulo 42.1, a los C.E.E. “como aquellos cuyo objeto principal sea el de realizar un trabajo productivo, participando regularmente en las operaciones del mercado, y teniendo como finalidad el asegurar un empleo remunerado y la prestación de un servicio de ajuste personal y social que requieren sus trabajadores minusválidos; a la vez que sea un medio de integración del mayor número de minusválidos al régimen de trabajo normal”.

En fin...
Dejando las leyes a un lado y subiéndome las medias de la inteligencia -se han caído un poquito-, diré que un C.E.E. es una empresa que tiene entre sus objetivos la reinserción laboral de trabajadores discapacitados con todo tipo de minusvalías. Empresa sin ánimo de lucro, importantísimo.
Nosotros, Aprodisfis, somos una Asociación de discapacitados que tenemos un C.E.E. Debido al crecimiento de éste consideramos que debíamos separarlos. Al mando del Centro hay un Director Gerente, y llevando la asociación hay un Asistente Social, pero por encima de ambos, existe una Junta Directiva que coordina y dirige lo mejor que puede tanto la Asociación como el C.E.E.

La Junta Directiva la componemos ocho personas, discapacitados o familiares, pero socios de Aprodifis. Ninguno, absolutamente ningún miembro de la Junta cobra un duro, céntimo o euro, por pertenecer a ella. Estamos allí por nuestras creencias o principios, y porque deseamos acercar a la realidad la “utópica” integración de las personas diferentes, tanto laboral como socialmente.
Creo que hablo por todos.
Pero volvamos a nuestro C.E.E., empezó proporcionando trabajo a casi una docena de discapacitados -servicios de limpieza y megafonía- allá por el noventa y ocho. Firme y seguramente fue creciendo hasta llegar al 17 de Julio del 2002, que daba trabajo a ciento quince personas discapacitadas -quioscos, aparcamientos vigilados, tiendas y dos naves Industriales-.

Aquel día don José Bono inauguró las naves.
Dos años antes y para orgullo de la Junta Directiva y sobre todo del artífice de tan descomunal crecimiento laboral, el Director Gerente, las cortes de Castilla-la Mancha nos concedieron la Placa de Reconocimiento al Mérito Regional.
Y a Toledo, ciudad de las tres culturas, un soleado día de primeros de Septiembre, fuimos parte de la Junta Directiva, acompañantes, y por supuesto el Director Gerente, a por la condecoración del C.E.E.

Todo eran sonrisas y nervios aquella mañana en la enorme furgoneta. Nos dirigíamos a una ciudad medieval, así la veía siempre que íbamos y me olvidaba de lo mal que se mueve una silla de ruedas por sus calles empedradas. Aún contando la ciudad con un hospital de parapléjicos la accesibilidad es nula, pero claro, el casco antiguo dejaría de serlo si la supresión de barreras metiera la mano, quizá sus calles perderían ese eco de misticismo que las envuelve, por lo que imagino que tiene que ser así. Menos mal que al menos, ese día, no me dolía la espalda.

Me puse las gafas de sol y seguí mirando el paisaje. Los demás estaban pendientes de la conversación que se desarrollaba en los primeros asientos del vehículo, yo no la podía seguir pero no importaba. Los discursos, entrega de medallas y un pequeño concierto, tendrían lugar en la Iglesia de Santo Tomé, luego nos ofrecerían un vino y algo de comer. Habían dicho que la jornada sería muy pesada. Imposible. Aquello del vino y comida me sonaba a fiesta medieval; con caballeros, damas, príncipes y reyes, judíos, moros y cristianos; juegos medievales, torneos, estandartes ondeando al viento, brindis, más vino, un cerdo manchado de grasa que hay que coger...  “¡May!, no, no, no, hoy seria, muy seria que llevas traje y tienes que estar lúcida, saludar al señor Bono y a los demás políticos. No puedes ser el bufón. Y deja de imaginarte haciendo una reverencia al Presidente porque sólo le tienes que dar la mano...”

-¿De qué te ríes? -me preguntó Juan.

-De nada, de nada, ¿y ésos de qué hablan? -le dije mientras me abrazaba a su brazo.

-De un cuadro famoso que hay en la Iglesia.

-Ah sí, ‘El entierro del Conde Orgaz ’ del Greco, creo. Ya llegamos ¿no?

Toledo, a orillas del Tajo, Patrimonio de la humanidad, rezuma leyenda.
Según nos acercábamos, su casco histórico se asemejaba a una ilustración de un libro de caballería (¡lo qué hubiera disfrutado D. Quijote por aquí!). Torreones, almenas, murallas, el Alcázar...

-¡A del castillo! Abran la muralla que es tarde y no tenemos ni idea de dónde está la Iglesia de Santo Tomé.

Entre bromas y calles empinadas la furgoneta llegó a su destino.
El acceso a la Iglesia no fue muy difícil, máxime llevando conmigo al trota-escaleras con ruedas por excelencia: mi marido. Nos colocaron en unas tarimas que habían situado al lado del Altar. Allí estábamos todos los premiados, aunque gracias a Dios, no todos dirían un discurso de agradecimiento y menos que nadie yo que no sé hablar en público. Había mucha gente, también estaban las cámaras de televisión, el acto estaba a punto de empezar pero el Presidente de Castilla-la Mancha no estaba por ningún sitio.
Nos entregaron un montón de papeles y el acto comenzó. Éramos más de una docena los premiados, nuestro discurso lo diría la presidenta, Josefina S.

-Me acaba de enchufar la cámara -le dije muy bajito a Juan que estaba sentado a mi lado.

-Shsssssst

Cuatro discursos de media hora más tarde...

-El Bono no ha venido

-Shssssssssst, me voy fuera a fumarme un cigarro

-¡Y yo!

-Tú no te puedes mover de aquí

Estaba rodeada de sillas plegables de madera, todas ocupadas, unos atendiendo, otros abanicándose, y alguno durmiendo. Dos discursos más tarde y mientras hacía imposibles por no bostezar, volvió Juan.

-Estaba en la puerta, acaba de llegar el Bono rodeado de escoltas

-Tú imagina que en vez de rodeado de escoltas hace su “entrada” entre Moros y Cristianos, y que éstos, en vez de lanzas y espadas llevan un trabuco escondido debajo de la chaqueta del traje de hilo gris marengo...

-Shsssssssst, ¡ahí está!

Don José Bono avanzó sobre la alfombra roja colocada en el pasillo. Se sentó al lado del Altar.

-¿Crees que se acordara de mí? Desde aquí se le ve muy pequeño.

Las cámaras de televisión de nuevo empezaron a funcionar. Había que dejar de sonreír e imaginar. Cinco discursos más tarde llegó nuestro turno. ¡Por fin!. Y después de aplaudir a rabiar, en el siguiente y último discurso no pude evitar empezar a bostezar a lo grande.
Me tapaba con los papeles, pero tenía hambre, apenas entendía lo que decían y me aburría. Yo no oía bien, pero no era la única en aburrirme. Menos mal que ya... Pues no. Quedaba por hablar el Presidente. Y le odié, sí, sí. Le odié, con todas mis vísceras que gruñían de hambre, durante aquella hora con sesenta minutos exactos que duró su discurso. Y al finalizar le ovacioné con algún bravo, por acabar.

-Venga vámonos

-Queda el concierto -me dijo José

-¿Se puede fumar?

Lamenté no saborear la actuación del Tenor y la Soprano como hubiera debido, pero tan sólo bostecé sin remilgos una vez -abrir la boca es muy contagioso-. Casi todos se habían ido a fumar, hasta los que no fumaban.

Siguiendo las indicaciones recorrimos laberintos de pasillos que nos llevaron a un vetusto patio interior, no muy grande, empedrado y circundado por columnas de piedra que sostenían un pequeño tejado. Había muchísima gente vestida con sus mejores galas. Entre ellos circulaban camareros que tan pronto llevaban una bandeja llena como vacía. Alguien de nuestro grupo gritó:

-¡El presidente de la Diputación!

Y todos volaron a saludarle. Alcé los hombros mirando a Juan y nos fuimos a buscar una sombra hasta ver pasar una bandeja llena.

-¿Por qué no has querido saludar al Bono?-me preguntó cuando por fin encontramos un espacio sin sol.

-Sí que quería, pero había que guardar una cola como si fueras a entregar la carta a los Reyes Magos...

-¿Un vino?-preguntó un camarero agachando la bandeja a mi altura.

-No gracias, no me gusta.

-Un día es un día -dijo mi marido cogiendo dos copas.

Una vez que fui visible para ése camarero, me vieron todos; entre risas y con la boca llena le preguntaba a Juan que si tenía cara de hambre. Mi silla de ruedas les atraía como un imán.
Comí tanto que me atreví con un segundo vino.
La gente empezaba a desaparecer cuando volvimos a ver a nuestro grupo. Deseaban ir a comer pues eran las cuatro. Me pregunté qué diablos habíamos hecho hasta entonces.
Nos fuimos sin ver el famoso cuadro del Greco.

Comeríamos cerca de la Catedral por lo que algunos miembros de la comitiva decidimos no usar la furgoneta para llegar hasta allí. Parados en el escaparate de una tienda de antigüedades, esperábamos a los caminantes rezagados (lo lento hubiera sido subir la calle empujando la silla).
Juan entró a curiosear y yo sujeté las ruedas con las manos además de echar los frenos. La calle era muy empinada. Cuando el grupo nos alcanzó intenté girarme para hablar con ellos, pero mi silla se me escapó de las manos. Poco, porque Juan salía en ese momento de la tienda. Y ocurrió lo más increíble y apoteósicamente histórico que le pueda pasar a un ser humano:
Alfonso X el sabio convertido en el Cid Campeador -en el reino de la imaginación no hay distancias- se interpuso en mi camino cuando mi marido agarró la silla desviándola de la cuesta abajo. Don Rodrigo Díaz de Vivar me salvó ¡Se podía pedir más romanticismo! Porque tuvo que ser él y no el enorme maniquí de hojalata que estaba en el umbral de la tienda de antigüedades.

Del choque contra la armadura, el ingente estruendo que siguió cuando se derrumbaba y la vergüenza que pasé, no recuerdo nada porque sólo le rocé un pie.

viernes, 2 de septiembre de 2016

5. - Calidoscopio virtual


Muchos son los que hablan mal de Internet, y sin embargo, para mí, ha sido una puerta abierta a nuevas e increíbles sensaciones, una puerta abierta sin barreras, una puerta abierta que dio paso a una realidad que va más allá de la virtualidad, una puerta abierta que me devolvió la Amistad.
Sí, con mayúscula.
 
La otra noche me quede sin voz, me puse tan nerviosa que no me podía explicar ante los demás.

Sé que es un síntoma de mi enfermedad, triturado con la escasa comunicación que me rodea, y perfumado con la sensación de inseguridad que a veces me baña. Todo ello desemboca en crisis momentáneas de ansiedad que me impiden expresarme con normalidad; crisis en las que me gustaría esconderme debajo de una mesa; crisis, en las que no sé desde dónde me empujan, me crezco y acabo sin ningún problema en el habla. Pero la sensación de haberme sentido minúscula, no me la quita nadie.

Me sentía mal conmigo misma y hasta culpable por ser diferente.
Nadé mucho y me forcé demasiado al día siguiente en la piscina, quizá castigándome, aunque sé que no tengo la culpa de nada.
Por la tarde nos fuimos a pasear por las afueras. Hacía frío pero el sol invitaba a olvidar. Llegamos cerca de una viejísima fábrica abandonada, fantasmagórica, siguiendo un camino paralelo al Henares. Mientras Juan investigaba la orilla del río yo miraba aquel esqueleto de edificio, y cuanto más le miraba más me gustaba. Empecé a describirla en voz alta. Triste, misteriosa, vacía de sueños, llena de huecos recuerdos, olvidada, vencida, acabada...

Juan se acercó y me acompañó en el juego. Negra (estaba recubierta de hollín), rota (no tenía ninguna ventana sana) y ruinosa. Riendo y cogidos de la mano -la silla de ruedas eléctrica no hay que empujarla- iniciamos el camino de regreso cuando el sol ya declinaba.
El incurable pragmatismo del hombre de mi vida me ayudaba a volver a la realidad. Yo no estaba acabada ni jamás me identificaría con algo que estuviera vacío de sueños por mucho que me atrajeran aquellos bucólicos espectros de mi ciudad, allí, no había sentimiento ni vida, y yo, aunque torpe o patosa o ridícula, estaba demasiado viva.
 
Al llegar a casa miré el correo electrónico antes de ponerme a escribir. Una postal de Blanca me recordó que hay almas que me quieren a miles de kilómetros; me recordó lo valioso que ha sido en mi vida éste calidoscopio virtual; con tan sólo un poema de Alfredo Cuervo Barrero (aunque en internet viene firmado con el nombre-gancho del maestro Neruda), mi dulce amiga, me prohibió volver a llorar sin aprender...
 
“Queda prohibido no demostrar tu amor,

hacer que alguien pague tus deudas y mal humor.

Queda prohibido dejar a tus amigos,

no intentar comprender lo que vivieron juntos,

llamarles sólo cuando los necesitas.

Queda prohibido no ser tú ante la gente,

fingir ante las personas que te importan,

hacerte el gracioso con tal de que te recuerden,

olvidar a toda la gente que te quiere.

Queda prohibido no hacer las cosas por ti mismo,

no creer en Dios y hacer tu destino,

tener miedo a la vida y a sus compromisos,

no vivir cada día como si fuera un último suspiro.

Queda prohibido echar a alguien de menos sin

alegrarte, olvidar sus ojos, su risa,

todo porque sus caminos han dejado de abrazarse,

olvidar su pasado y pagarlo con su presente.

Queda prohibido no intentar comprender a las personas,

pensar que sus vidas valen más que la tuya,

no saber que cada uno tiene su camino y su dicha.

Queda prohibido no crear tu propia historia,

no tener un momento para la gente que te necesita,

no comprender que lo que la vida te da, también te lo quita.

Queda prohibido no buscar tu felicidad,

no vivir tu vida con actitud positiva,

no pensar que podemos ser mejores,

no sentir que sin ti este mundo no sería igual”.

                                                             
Y queda prohibido pensar mal de uno mismo, olvidar por un segundo que eres grande... y no recordar siempre que, sólo eres lo que sientas que eres.

                                             -- -------
 
En una pequeña ermita blanca, situada en lo alto de una colina, se dieron el sí.

Un viaje relámpago para acompañarlos a una isla  de ensueño, La Palma. Isla bonita. Llena de bosques y abruptos acantilados; salpicada de salvajes, divinas y misteriosas montañas.

Antes de contemplar la brutal belleza de la Caldera de Taburiente, yo ya sabía que viajaba al idílico escenario de un cuento de brujas. Pero fue ver ese circo de cumbres -ocho kilómetros de diámetro- que se asemeja a la caldera de una bruja, para no necesitar ninguna pócima ni encantamiento que me adentraran en la magia que se respira en la Isla bonita.

Sólo tuve que mantener los ojos abiertos.

Carreteras serpenteantes, tan peligrosas como indelebles; una puesta de sol sobre el mar, a nuestros pies. Paraíso en el aire. Un abrazo emocionado a la brujita de mi corazón y a su alma gemela; una boda por vivir.

Aquella ceremonia fue el cenit de una bella historia de amor que comenzó en un foro anónimo de internet, entre dos nicks anónimos. Cruce de mensajes, cruce de emails, cruce de fotos, cruce de pieles...; los nervios de un primer encuentro, los nervios de muchos encuentros más.

Desde Zaragoza con amor... desde Canarias con pasión.

Dos corazones prendidos en la distancia por ese maravilloso y mágico calidoscopio, por ése maravilloso y mágico calidoscopio que hace radiografías del alma. Pero la distancia sólo es un insulso enemigo del amor sincero, y en este cuento de adorables brujas y brujos maños, esta distancia fue muy breve y su dicha infinita.

Ana y Ale, Tirma&High, en una pequeña ermita blanca se dieron el sí.

                                           ___

-Dentro de una hora tenéis que estar allí, debajo del reloj -nos dijeron cuando acabamos de facturar las maletas y vieron mi silla de ruedas.

Fuimos a desayunar; eran las nueve de la mañana de un largo día de verano. La alegría que me embarga cada vez que deambulamos por los pasillos y cafetería antes de coger un avión es tanta, que es un imposible describir.

Aquel año las vacaciones serían más especiales que nunca, rodeados de amigos, en Tenerife.
La noche anterior no había podido dormir nada. Miraba a la pista mientras mordisqueaba una caña rellena de crema. Le contaba a Juan que el poeta francés André Breton había calificado a Tenerife de isla surrealista, por su diversidad de clima, el contraste de paisaje... Isla surrealista, sonaba bien. Acabamos un segundo café y nos dirigimos al lugar donde nos recogerían para embarcar, debajo del reloj.
El aeropuerto de Barajas durante el verano se queda pequeño, pero yo no veía a nadie, a nadie al menos que viniera a buscarnos. Hacía diez minutos que se había cumplido la hora, tal vez nos hubiéramos equivocado y tuviéramos que esperar en otro sitio. Juan fue al mostrador a preguntar, en ese momento vi a un señor vestido con un mono blanco que se acercaba mirando la hora.

Cuando estuvo a mi lado, me preguntó:

-¿Es usted la que va a Tenerife Norte?

Asentí.

-Me enseña los billetes, por favor.

Cuando los hubo mirado empezó a guiar mi silla.

-Falta mi marido, espere un momento...

-No tenemos tiempo...

-¡Y a mí qué! ¡Juan! ¡Juan! ¡Qué nos vamos!

Cuando Juan nos alcanzó el hombre del mono blanco empezó a contarle lo mal que iba de tiempo esa mañana. Casi corríamos los tres, yo sobre ruedas pero contagiada del temprano estrés de aquel empleado del aeropuerto.
Avanzamos por largos pasillos, tomamos un ascensor panorámico, otro normal y salimos a la pista. Montamos en una furgoneta adaptada y nos condujeron a pie del avión. Mientras dos azafatas miraban los billetes, los compañeros del hombre de mono blanco sacaron la silla con la que me suben las escaleras -muy estrecha y con el respaldo altísimo-. La mía la metieron con el equipaje al mismo tiempo que me preguntaba dónde coño montaran a las personas que van en silla y están gordas. –Sillas tan ridículamente estrechas para que quepan por los liliputienses pasillos-.

Olvidé mis pensamientos, ya que todos juntos ocuparíamos más, y me ayudaron a cambiarme de silla.
Subimos con prisa al avión.
Cuando estuve colocada en mi asiento, el aparato se empezó a llenar de gente. Cogimos un periódico y nos abrochamos el cinturón, la azafata iba cerrando los maleteros. Enseguida, todas uniformadas, empezaron a hacer la mímica de siempre extendiendo y doblando los brazos, hablan por un altavoz pero como no entiendo lo que dicen, me imagino lo que quiero:

“En caso de accidente extiendan sus alas y prueben a volar, si ven que no pueden junten sus manos y recen. Encomiéndense. Sobre sus cabezas está el cielo, debajo de su asiento el infierno, a la derecha la ventanilla, a través de ella contemplaran el País de las maravillas. Que tengan un buen viaje”.

Luego lo dicen en Inglés, pero traducido vendría a decir lo mismo.

-Parece que vamos con prisa -dijo Juan apretándome una mano antes de despegar.

Volando hacia nuestras vacaciones leía un articulo que hablaba sobre la curiosidad cuando el sueño y el cansancio me empezaron a vencer. Cerré el periódico y apoyé la cabeza en el respaldo del asiento mientras miraba por la ventanilla.
Las nubes, algodón, nubes de colores, saltando a la pata coja, de una a otra, de una a otra, y otra... ¡me caigo! ¡Me caigo y extiendo mis alas y no puedo volar! Azafata déme un paracaídas...

... Pero no hizo falta, mi ropa se empezó a inflar y amortiguó una caída que nunca llegaba. Un pájaro que encontré mientras caía me preguntó:

-¿Dónde vas y por qué eres tan gorda? ¿No te das cuenta que no vas a caber en la silla?

-Voy a Tenerife pero creo que me he caído del avión, y no soy tan gorda es que la ropa se ha inflado. Oye, pájaro, no te vayas, no me dejes sola en la caída ¿Eres Dodó? Adiós, buen viaje y no vuelvas a llamarme gorda.

Seguí cayendo hasta que la fortuna me asió de una mano y me dejó suavemente sobre una nube. Una oruga azul se apoyaba en una microscópica cordillera Anaga mientras fumaba.

-¿Dónde vas y por qué eres tan gorda?-preguntó haciéndome toser al echar el humo por encima del hombro.

-Voy a Tenerife y me he caído del avión y no siempre fui tan gorda, ¡imbécil!

-Si muerdes este trozo de nube por aquí volverás a ser delgada, si lo comes por allí explotaras en tu gordura.

-Gracias, pero no tengo hambre, lo cogeré para el camino ¿Cómo puedo volver al avión?

Y la oruga se convirtió en mariposa y salió volando. Comenzó entonces mi peregrinaje por la nube, en su centro se alzaba una cumbre, llegué hasta ella caminando por las cañadas del Teide, pero me cansaba cada vez más. Entonces me acordé de lo que dijo la oruga y mordí el trozo de nube que me haría adelgazar. Adelgacé tanto que, liviana como un fideo recorrí lindas playas, prometedoras calas, vertiginosos acantilados. Estaba cerca de los Gigantes cuando de repente empecé a engordar, engordar, engordar... me inflé tanto que estallé. Estallé y jirones de mi persona envueltos en algodón fueron a parar a la playa de las Teresitas.

Caí dentro de un “guanchinche”.

Allí, se celebraba una fiesta, el no-cumpleaños de un rey guanche -una estatua que había abandonado un momento la plaza de la Candelaria-. Pero a mí la fiesta me importaba un pimiento, mi obsesión era volver al avión para llegar a Tenerife.

Sin aliento y con prisas le pregunté a un camarero que llevaba sombrero y parecía loco:

-¿Cómo puedo volver al avión?

El del sombrero me contestaba pero yo no le oía porque me difuminaba poco a poco...

-¿Quieren beber algo?

Juan dejó su periódico encima de mis piernas, pidió una cerveza y me miró.

-¡Ya he vuelto!

-¿Qué?

-Un vaso de agua, por favor.

Volví a cerrar los ojos, esta vez sonriendo y... ¡horror! El sueño no había acabado todavía. No. Porque la sonrisa de la azafata no era de ella, sino del gato de los deseos que no me dijo por donde ir, pero me mando derechita a la playa de las Américas.

Cuando llegué se encendió la luz, estaba en el centro de un casino. Desde una mesa, la reina de corazones me hacía señas. Me acerqué y la sota de bastos se levantó ordenándome que me sentara en su lugar.

-¿Sabes jugar al tute? -preguntó la reina con cara de póquer.

en Tenerife
Y ahí empezó mi mala suerte porque le dije que sí, y cuando le canté las cuarenta, ordenó que me cortaran la cabeza. Y no sólo eso ya que además, no quiso decirme cómo volver al avión y juró que también cortaría la cabeza a mis amigos, a todos, a Carlos, a Ana, a Ale, a Blanca, a Magali...

-May... ¡May! ¿Quieres comer?

-¡A ti, no!

-¿Quieres comer o sigues durmiendo?

-No, no, no, dormir más no. Mejor como.

Tantas prisas y llegamos con retraso a Los Rodeos, pero allí estaban todos, en su pequeño gran País de las Maravillas. Tenerife. Mi volcán anhelado que emana lava de Amistad.
                                       ___

Desde antes de nacer quise tener un hermano mayor.

La vida es una lotería, tus padres “te tocan”, tus hermanos “te tocan”, tus primos “te tocan”... tu vida te toca, pero el amor se elige, la amistad se elige. Nadie te obliga. Es precioso darte cuenta lo que puede unir algo tan frío como un ordenador. Es precioso sentir como desde hace años me adoptaron, protegen, dan cariño o “patadas en el culo” y me ayudan a ser más persona desde una isla del sur, tanto pero tanto que, buscó al mejor especialista de ataxias en España, Dr. José Berciano. Y me consiguió una cita.
Mi Neurólogo no quiso mandarme a la consulta del especialista en Santander, decía que él no me contaría nada que ya no supiera. Podría ser, pero ¿por qué negarme ese pequeño viaje a la esperanza con una diminuta vela encendida? Vela que a él no mostré sólo a su jefe que, resultó ser el Neurólogo que me hizo el diagnóstico correcto cuando tenía trece años.
Así que, la Seguridad Social, Juan y yo preparamos un viaje a Santander. La consulta sería un lunes, nosotros nos fuimos el viernes para disfrutar de tamaña ciudad detenida en el tiempo,  y la antipática ese ese lo hizo después del fin de semana.

La primera sorpresa, susto o aventura la encontramos de camino, en el puerto del Escudo. Decir que el trayecto que separa Burgos de Santander es divino, no creo que sea decir nada nuevo, pero decir que vivimos miedo en la cima del puerto sí creo que lo sea...

El paisaje desaparecía según íbamos ascendiendo. La niebla y la incipiente noche nos dejaron casi a ciegas por una carretera que no conocíamos. Había poquísimo tráfico e íbamos muy despacio. Ni siquiera veíamos los indicadores de altitud, pero debíamos estar muy arriba porque se me taponaban los oídos cuando el coche que llevábamos delante frenó en seco, Juan también, y el de detrás nos imitó.

Con los ojos muy abiertos observábamos incrédulos como a escasos metros del coche de delante -matrícula de Madrid- un triángulo de luces estaba suspendido en el aire o en la nada.

Su tamaño era considerable aunque no sabíamos a que distancia podría estar. Había aparecido de repente. Un minuto de incredulidad sin parpadear. Mis manos aprisionaban con fuerza el cinturón de seguridad. Los valientes madrileños empezaron a dar el intermitente para que los adelantásemos.

-¡Vosotros estabais antes! -les grita Juan. 

El tercer auto decide adelantarnos y dejarse de pamplinas. La niebla lo engulle y el triángulo sigue presidiendo el horizonte.

Muy despacio, los madrileños avanzan, nosotros también, y perplejos pero todavía asustados descubrimos un tractor al borde de la carretera con un triángulo enorme en su techo...

Después de aquellos particulares encuentros en la tercera fase, Santander resultó estar bañada en auténtica belleza.
Interminables y deliciosos paseos por la bahía hasta llegar a la Península de la Magdalena. Su palacio... nadie había dibujado con tal exactitud el palacio de mis sueños. Los viajes me hacen ir saltando de cuento en cuento, pero suspiro hondamente al recordar que, el Palacio de la Magdalena es la morada ideal de toda princesa. Y para ser princesa sólo tienes que sentirlo.
Y el príncipe sudaba una fresca mañana de Junio empujando mi silla por tremendas pendientes, y yo reía y chillaba mientras bajaba las cuestas más pequeñas frenando sólo con mis brazos. Y carreras, y fotos, y bromas, y reinas, y barcos, y Alfonso XIII...

Nada nos recordaba que habíamos ido allí de médicos.
Por la tarde quedamos con un amigo internauta y mientras seguíamos descubriendo una ciudad, tan linda como Imperial, fuimos conociendo el Santander de las tascas. La noche nos sorprendió cerca de las playas del Sardinero. Noche y hogueras para no olvidar, la noche de San Juan.

Al día siguiente, mientras paseábamos por el puerto, los nervios empezaron a manchar el cuento de princesas. Nos jugábamos mucho o nada, pero de nuevo sostenía en mi mano un fósforo de esperanza. Hacía muchos años que ningún atisbo de la misma me visitaba, pero había algo que no cuadraba respecto a mi problema de audición. Por eso accedí a la petición de Carlos, mi queridísimo amigo, y fui a ver al Dr. Berciano. No buscaba un milagro, tal vez una brizna de esperanza y sí, algo de explicación.
El lunes a primera hora echamos mano de los papeles entregados por la ese ese, y nos dirigimos al hospital de Valdecilla.
Era un veinticinco de Junio del 2001. Tenía treinta y seis años.

Llegamos al famoso hospital sobre las nueve de la mañana. Estaba muy nerviosa y me sentía importante; importante, porque después de llevar veinticinco años con la ataxia de Friedreich diagnosticada, acudía al mejor especialista español buscando información sazonada de esperanza; me sentía importante porque no me había rendido jamás y me dijeran lo que me dijeran en aquella consulta, no lo iba hacer.

Recorrimos estrechos y alargados pasillos antes de encontrar la zona de Neurología. Nos indicaron que esperáramos. Empecé a morderme las uñas mientras miraba las paredes de la reducida sala de espera. Juan me dio un manotazo para que me las dejara en paz. Un señor mayor que estaba sentado al lado de la puerta nos miró. Le sonreí.

-¿No estás nervioso? -pregunté susurrando.

-En absoluto, si acabamos pronto podemos comer en Burgos -me dijo mientras no paraba de mover el talón de un pie.

Salí al pasillo, la espera me ahogaba. Miré sonriendo a mi marido que hablaba por el móvil. Pensaba que nunca dejaría de sorprenderme. Haga lo que haga, esté donde esté, no bien llega el lunes por la mañana, él se pone su camisa, pantalón y cara de eficiencia y no hay otro apelativo para él. Es adorable y eficiente. Es guapo pero eficaz. Es eficiente y está algo nervioso pero me lo oculta porque es eficaz...

Una enfermera nos indicó que la siguiéramos.

El doctor Berciano. nos esperaba en su consulta.
Me estrechó la mano y después a Juan, vino seguidamente el “siéntense, por favor”, los nervios siempre me traicionan y no me pude callar mi estúpido chiste “siéntense ustedes, yo estoy bien así”. El doctor y mi marido se rieron, yo no.

Empezó a hablarme bajito y le aclaré, antes de que decidiera hablar sólo con Juan, que además de mirarme tenía que hablar en un tono normal, sin susurros pero sin voces. Me pidió que le relatara el inicio y avance de la enfermedad, él anotaba de vez en cuando. Le expliqué mi tratamiento y los impedimentos que para llevarlo acabo me había puesto alguna vez la Seguridad Social -a quien yo llamaba ese ese- ya que el gimnasio, piscina y logopeda, lo había buscado yo y alguno hasta pagado. También le conté que mi Neurólogo sólo me veía una vez al año y me hacía controles de corazón -que por suerte no tenía nada- pero mi tratamiento salía de mí, sólo de mí.

Me dijo que tenía que seguir así y si podía más, que la medicina había avanzado muchísimo y no se descartaba que dentro de unos años dieran con una solución para detener o anular la ataxia de Friedreich.
Le dije que todo eso ya lo sabía pues llevaba años recopilando información para escribir un libro -lo del libro no se lo debió creer porque entonces yo lo dudaba- y, después de examinar mis reflejos y coordinación, me miró con cara de “sabihonda, si todo esto ya lo sabías ¿a qué has venido?"  .
Y los nervios empujaron mi voz.

-Doctor Berciano, en mi familia hay un problema de sordera que nada tiene que ver con la ataxia. Leve o agudo, según la edad. Yo pienso que mi problema de audición es el resultado de la unión de mi enfermedad con este problema familiar.

-Puede ser -dijo el doctor.

-Entonces quizás me pueda ayudar un buen otorrino ¿no?

-No lo sé, May, pero te voy a mandar a un especialista del Gregorio Marañón en Madrid, a ver que dice ¿Te parece bien?

-Perfecto, gracias.

Salí de Santander cabreada.
La pequeña brizna de esperanza había dado paso a una buena dosis de resignación, y ya había olido antes ese deprimente olor. En mi mente se había instalado Floren y su dejadez y abandono en espera de que llegara la salvadora pastilla. Había sido muy duro ver como la ataxia de Friedreich “se la iba comiendo” porque se pasaba el día en la cama. Y sin embargo, Floren, estaba tranquila y feliz porque mantenía contacto con médicos canadienses que en cuanto hallaran la solución a la enfermedad se podrían en contacto con ella. No quería levantarse, ni hacer rehabilitación, yo la obligaba a comer... ¡Dios! De eso hacía ya diez años ¿Qué habrá sido de Floren?
Juan apagó la radio del coche.

-¿Pero qué te pasa? ¿Por qué estás tan callada? Deberías estar contenta.

-Imagino que sí, perdona. Es que... me estaba acordando de Floren, aquella chica del Camf tan delgadita y que fumaba tanto.

-¿Y qué tiene ella que ver con la consulta?

-Pues que vivía pendiente de la milagrosa curación.

-Pero es que eso es real y ahí se atarán muchos.

-¿Hasta el punto de abandonarse porque como eso va a llegar...?

-No, claro que no, cariño.

-Tú imagina lo que hará alguien joven que no sepa lo que es ésta fruta enfermedad cuando oiga que los científicos están investigando una pronta solución y encima, que no tenga a nadie que le obligue a luchar...

-Tú no tienes que salvar a nadie, sólo preocuparte por ti ¿Paramos a tomar un café?

-Sí, es mejor que me de el aire.

Mientras tomábamos un café con leche y nos despedíamos de Cantabria, echábamos un vistazo a los papeles que nos habían dado en el hospital. Del informe entregado por el doctor Berciano. me llamó la atención una anotación en el margen: “Sorprende su memoria, la forma de relatar el avance de la ataxia”. Y supe que no se había creído que escribo un libro, y le imaginé delante de mí:
“Querido doctor; hace años que me convertí en hortelana de mis propios recuerdos, quizá a alguien ayude mi experiencia. Quisiera que todo lo pasado no hubiese sido en vano... quisiera no ser tan ingenua, pero quizás... ”.
Y doblé y guardé el informe del doctor Berciano.
Y de nuevo volvió ese olor a desconocimiento, costumbre y lucha. Yo seguía estando al mando del ejército. Sólo yo... y mi Marido.